Julio César Rodríguez

 
09-07-1941 / 15-07-2005 Sacerdote con olor a oveja

La vida de Julio César Rodríguez, sacerdote del clero diocesano de Tucumán, está recorrida por una esencialidad y una coherencia poco común. Hijo de una humilde familia campesina, al comenzar sus estudios en el Seminario Mayor de Catamarca conoce la espiritualidad de la unidad que marcaría su alma para siempre. Al ser ordenado sacerdote elige la frase del Cura de Ars “Mi secreto es muy sencillo: darlo todo y quedarme sin nada” y la hace el lema de su vida.

Julito“Un niño evangélico disfrazado de sacerdote”, comenta Benedetto Teresano, quien fuera delegado de los Focolares en Hispanoamérica. “Me impresionó su actividad multifacética, más allá del ámbito parroquial: el contacto con todo tipo de personas: pobres, ricos, con el arzobispo, con los otros sacerdotes, con presos, con enfermos, con seminaristas, con familias, con personas de la parroquia, con una gama infinita de gente. Y todo esto sin ansiedad, sin apuro, tomándose el tiempo para cada cosa. Él tenía el ‘tiempo de Dios’, el ‘tiempo del amor’, por lo que la puntualidad a veces no era su fuerte”.

Hablaba más con sus actos que con sus palabras. “Era desconcertante”, dice el padre Lalo Silva: “darlo todo para tener sólo a Dios. Su concepto de la pobreza no era quedarse sin nada, sino estar desapegado, compartirlo todo, seguro que no nos va a faltar nada. Su abrigo, su comida, su tiempo, su descanso. Los pobres eran su opción preferencial y dejó en ellos un recuerdo imperecedero. Los jóvenes recuerdan su disponibilidad, su actitud misericordiosa en la confesión. Los enfermos, su actitud sin pretextos de agenda. Los seminaristas, su paternal afecto”. Un judío converso llega a sentir tan fuertemente su amor que en su testamento pide se le declare “venerable”. Un amigo de juventud dice de él: “El padre Julio era maravilloso, nunca se lo podía sorprender, siempre tenía esa luz encendida, la luz del amor. No te exigía que seas bueno. Te amaba de tal manera que te hacía fácil ser bueno. Era de esas personas que te aman como sos, y eso te transforma, te convierte”.

Un sacerdote dice: “Julio vivía, transpiraba el Evangelio”. Otro expresa: “Nunca un juicio, nunca nada negativo, siempre dispuesto a ayudar”. Un obispo agrega: “Me ayudó con gran delicadeza con sacerdotes en problemas”. Un seminarista comenta: “Nos llevaba al teatro a ver la ópera; si no fuera por él no hubiéramos conocido tanta belleza”. Otro completa: “Nos regalaba zapatillas, y nos enseñó a compartir”. Los párrocos vecinos recuerdan: “Nuestras parroquias eran una sola cosa cuando estaba él; todo lo hacíamos en unidad”. Un sacerdote casado revela: “Me ayudó a conseguir una casa para mis hijos”. Otro, en tiempos que había dejado el ministerio, cuenta que le ofreció su sueldo.

Un pastor con olor a oveja, como gusta decir al papa Francisco. Una persona a la cual uno quisiera conocer, ser su amigo, y también, alguien a quien imitar. El Cardenal Luis Villalba expresa que conocer su vida hará mucho bien a los sacerdotes.

En su tiempo final, con una enfermedad que lo consumía, seguía en su entrega total al prójimo. Estaba sereno –cuenta el padre Frontera–. Nos pidió que lo bendijéramos y así lo hicimos. Después quiso platicar con nosotros sobre lo que esperaba del Paraíso. La Palabra de vida que Chiara Lubich, su “madre espiritual”, le había dedicado, era: “Quien permanece en Mí da mucho fruto”. Comentándola, alguien recordaba la parábola de los talentos, e imaginaba a Julito diciendo: “Señor, me has dado cinco talentos, aquí tienes diez”.

Colaboración de Isidro Avila (Tucumán)

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