Palabra de Vida – Noviembre 2015

 
“Que todos sean uno” (Juan 17, 21)

Es la última e intensa oración que Jesús dirige al Padre. Sabe que pide lo que más quiere. En efecto, Dios creó a la humanidad como su familia, con la cual compartir todo bien, su misma vida divina. ¿No desean los padres para sus hijos que se quieran, se ayuden, vivan unidos entre sí? ¿Y cuál es su mayor disgusto sino el de verlos divididos por envidias e intereses económicos, imposibilitados de hablarse? También Dios soñó desde toda la eternidad una familia unida en la comunión de amor de los hijos con él y entre ellos.

El dramático relato de los orígenes habla del pecado y de la progresiva división de la familia humana: como se lee en el libro del Génesis, el hombre acusa a la mujer, Caín mata a su hermano, Lamec se vanagloria de su desproporcionada venganza, Babel genera la incomprensión y la dispersión de los pueblos… El proyecto de Dios parece haber fracasado.

Sin embargo, él no se da por vencido y busca tenazmente la reunificación de su familia. La historia vuelve a iniciarse con Noé, con la elección de Abraham, con el nacimiento del pueblo elegido; y así hasta que decide enviar a su hijo a la tierra con una gran misión: reunir a los hijos dispersos, congregar a las ovejas perdidas en un único rebaño, derribar los muros de separación y las enemistades entre los pueblos para crear un único pueblo nuevo (cf Efesios 2, 14-16).

Dios no deja de soñar la unidad, por ello Jesús se la pide como el regalo más grande que puede implorar para todos nosotros: Te ruego, Padre:

Que todos sean uno

14-09 106Toda familia lleva el sello de los padres. También la que Dios ha creado. Dios es Amor no sólo porque ama a su criatura, sino que es Amor en sí mismo, en la reciprocidad del don y de la comunión entre las tres divinas Personas.

Cuando crea a la humanidad la plasma a su imagen y semejanza, imprime en ella la misma capacidad de relación, para que toda persona viva en el recíproco don de sí. En efecto, la frase completa de la oración de Jesús que queremos vivir durante este mes dice: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”. El modelo de nuestra unidad es nada menos que la existente entre el Padre y Jesús. Es tan profunda que parece imposible. Sin embargo, lo que la hace posible es ese como, que significa también porque: podemos estar unidos como están unidos el Padre y Jesús porque nos involucran en su misma unidad, nos la donan.

Que todos sean uno

Precisamente esta es la obra de Jesús: hacer de todos nosotros una cosa sola, como él lo es con el Padre, una sola familia, un solo pueblo. Por ello se hizo uno de nosotros, cargó nuestras divisiones y pecados y los llevó hasta la cruz.

Nos indicó el camino que había de recorrer para llevarnos a la unidad: “cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12, 32). Tal como había profetizado el sumo sacerdote, “iba a morir (…) para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11, 52). En su misterio de muerte y resurrección, ha reunido todo en sí (cf Efesios 1, 10), ha recreado la unidad rota por el pecado, ha rehecho la familia en torno al Padre y nos ha llevado nuevamente a ser hermanos y hermanas entre nosotros.

Jesús cumplió su misión. Ahora falta nuestra parte, nuestra adhesión, nuestro “sí” a su oración:

Que todos sean uno

¿Cuál es nuestra contribución para que se cumpla este pedido?

En primer lugar, identificarnos con esta oración. Podemos prestarle a Jesús labios y corazón para que siga dirigiendo estas palabras al Padre y repetir cada día confiadamente su oración. La unidad es un don que viene de lo alto: tenemos que pedirlo con fe y sin cansarnos nunca.

Tiene que estar además en el principio de nuestros pensamientos y deseos. Si es el sueño de Dios, queremos que sea también el nuestro. Cada tanto, antes de tomar una decisión o emprender una acción, podemos preguntarnos: ¿contribuye a construir la unidad?

Finalmente, tendremos que acudir adonde haya faltas de unidad evidentes y asumirlas como lo hizo Jesús. Puede tratarse de conflictos familiares o entre personas que conocemos, tensiones en el barrio, desacuerdos en el trabajo, en la parroquia. No debemos dejar de atender los desacuerdos y las incomprensiones, no debemos ser indiferentes, sino aportar nuestro amor hecho escucha y atención al otro para compartir el dolor de las separaciones.

En particular, debemos vivir en unidad con quienes están dispuestos a compartir el ideal de Jesús y su oración, sin detenernos en malos entendidos o divergencias, aceptando lo menos perfecto en unidad antes que lo más perfecto en desunidad, aceptando con alegría las diferencias, considerándolas una riqueza para esa unidad que no es nunca uniformidad.

Esto a veces significará una cruz, pero es el camino que Jesús eligió para reconstruir la unidad de la familia humana, el camino que queremos recorrer con él.

Fabio Ciardi

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