Todavía en los años Cuarenta, en los albores del movimiento, un día el obispo mandó llamar a las jóvenes de Trento. No conociendo el motivo, Chiara estaba preocupada. Por esto, las jóvenes se presentaron en el imponente edificio del obispado, en la plaza Fiera después de haber rezado mucho. Expusieron lo que estaban haciendo en la ciudad, una verdadera revolución estaba naciendo en sus manos, casi sin que se dieran cuenta. Sin embargo, como declararon ellas mismas, estaban dispuestas incluso a destruir todo lo que se había construido en aquellos meses extraordinarios, si él lo hubiera deseado.

“En el obispo – pensaban – habla Dios”. A ellas sólo les importaba Dios, nada más.

Mons. Carlo De Ferrari, (estigmatino), en aquella ocasión escuchó a Chiara y a sus primeras compañeras, les sonrió, y pronunció sencillamente una frase que quedará en los anales: “Aquí está el dedo de Dios”.

Su aprobación y su bendición acompañarán el movimiento hasta su muerte; como ocurrió, por ejemplo, cuando, multiplicándose el número de chicas y chicos que querían formar parte del focolar, dejando casa y bienes, el obispo estuvo de acuerdo en que se podía realizar sólo con el consentimiento de los padres. Y esto permitió que cesaran muchos rumores. La Iglesia era una realidad cuya existencia e importancia eran una certeza absoluta para Chiara y sus primeras compañeras. Con el tiempo la espiritualidad de la unidad llevó a concebir la Iglesia esencialmente y fundamentalmente como comunión.

Chiara escribía en el 2000: “Una palabra del Evangelio nos impresionó de modo particular. Es siempre de Jesús: «Quien los escucha a ustedes [a los apóstoles] me escucha a mi» (Lc 10, 16) (…). El carisma nos introducía de un modo totalmente nuevo en el misterio mismo de la Iglesia, viviendo nosotras mismas como una pequeña Iglesia. Anticipando en muchos años la definición conciliar de Iglesia-comunión, la espiritualidad de la unidad nos hacía experimentar y comprender lo que significaba ser Iglesia y vivirla con mayor conciencia. Y comprendíamos que era lógico que fuese así, por la misma presencia de Cristo entre nosotros.

A fuerza de estar en el fuego nos convertimos en fuego, y a fuerza de tener a Jesús en medio de nosotros nos convertimos en otro Cristo. San Buenaventura dijo: «Donde dos o tres están unidos en el nombre de Cristo, allí está la Iglesia»; y Tertuliano: «Donde tres [están reunidos], aunque sean laicos, allí está la Iglesia». Por Cristo en medio de nosotros, que nos hacía Iglesia, nacía en todas nosotras una auténtica pasión por ella. Y del amor nacía una nueva comprensión de ella, donde todo cobraba vida para nosotras: comprendíamos los sacramentos como nuevos. Se iluminaban los dogmas. Este nuestro ser Iglesia en virtud de la comunión de amor que nos unía y este injertarnos en su realidad institucional nos hacía sentirnos a gusto y experimentar, incluso en los momentos más difíciles, su maternidad.