Cada año nos sentimos envueltos por una atmósfera especial. Y no puede ser de otro modo, porque en estos días recordamos y revivimos, condensados, muchos misterios de nuestra fe. En efecto estos son los días del amor, porque todo lo que recordamos es amor.

Jueves Santo

Amor el sacerdocio que posee un carácter ministerial, es decir de servicio y es por lo tanto amor concreto.

Amor la Eucaristía en la que Jesús nos da todo sí mismo.

Amor la unidad, efecto del amor, que Jesús ha invocado al Padre: “Que todos sean uno, como tú y yo”.

Amor ese mandamiento que Jesús conservó en su corazón toda su vida, para revelarlo el día entes de morir. “Ámense, como yo los he amado. De esto conocerán que son mis discípulos, si se aman recíprocamente”. No podemos pasar este día sin un momento de reflexión, en el que expresemos a Jesús la total adhesión de nuestra alma a ese mandamiento que llamó “suyo” y “nuevo”. Un mandamiento que no ha dejado sin explicación, cuando agregó: “Ninguno tiene un amor más grande que quien da la vida por sus amigos”.

Viernes Santo

Es precisamente con la muerte en Cruz, el Viernes Santo, que Jesús nos imparte la altísima, divina, heroica lección de qué es el amor.

Había dado todo: una vida junto a María, de privaciones y en la obediencia. Tres años de predicación revelando la Verdad, dando testimonio del Padre, prometiendo el Espíritu Santo y haciendo toda clase de milagros de amor. Tres horas en la cruz, desde la cual da el perdón a sus verdugos, abre el Paraíso al ladrón, nos dona a nosotros la Madre y, finalmente, su Cuerpo y Sangre, después de habérnoslos dado místicamente en la Eucaristía.

Le quedaba la divinidad. Su unión con el Padre, que lo había hecho tanto potente en la Tierra, como Hijo de Dios, y tanto regio en la cruz, tenía que dejar de hacerse sentir, desunirlo en cierto modo de Aquél que había dicho que era uno con Él: «El Padre y yo somos uno” (Jn. 10,30).

En Él el amor se había anulado, la luz apagado, la sabiduría callaba.

Estábamos separados del Padre. Era necesario que el Hijo, en quien todos nosotros nos encontramos, experimentara la separación del Padre. Tenía que experimentar el abandono de Dios, para que nosotros no estuviéramos nunca más abandonados.

Jesús supo superar tan inmensa prueba volviéndose a abandonar en el Padre. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46) – y así ha vuelto a componer la unidad rota de los hombres con Dios y entre ellos. Y se manifiesta en nosotros ahora como remedio de toda desunidad, como llave de la unidad.

Ahora nos toca a nosotros corresponder a esta gracia y hacer nuestra parte.
Porque Jesús se ha recubierto de todos nuestros males, nosotros podemos descubrir detrás de cada dolor, de cada separación nuestra, a él mismo, su rostro. Lo podemos abrazar en los sufrimientos, en las divisiones, y decirle nuestro sí como hizo Él, volviéndose a someter a la voluntad del Padre. Y Él vivirá en nosotros –quizás todavía adolorados- como Resucitado; lo demostrará la paz que regresará a nosotros.

Pascua de Resurrección

Jesús es fiel a su promesa: “donde dos o más están reunidos en mi nombre, es decir en mi amor, yo estoy en medio de ellos”. Sí, donde dos o más están unidos en Su amor se hace presente el Resucitado, y trae consigo los dones del Espíritu: luz, alegría, paz, amor. Es la experiencia hecha con estupor desde los inicios cuando en Trento, durante el segundo conflicto mundial, con mis primeras compañeras, hicimos nuestro ese mandamiento: ámense como yo los he amado y estrechamos un pacto: : “yo estoy dispuesta a morir por ti, yo por ti…”.

Y �es precisamente el Resucitado lo que el mundo espera hoy!
Espera testigos que puedan decir a todos, en verdad: lo hemos visto con los sentidos del alma, lo hemos descubierto en la luz con la que nos ha iluminado; lo hemos tocado en la paz que nos ha infundido; hemos sentido su voz en el fondo del corazón; hemos gustado su gloria inconfundible.

Podremos así asegurar a todos que Él es la felicidad más plena y devolver la esperanza al mundo.

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