Todos los años en Semana Santa nos sentimos envueltos en una atmósfera especial. De hecho son días en los que se manifiesta más que nunca su amor por nosotros, porque todo lo que se recuerda es amor.

Jueves Santo: Amor el sacerdocio que posee un carácter ministerial, es decir de servicio y por lo tanto de amor concreto.

Amor la Eucaristía en la cual Jesús se dona a sí mismo.

Amor la unidad, efecto del amor, que ha invocado al Padre: “Que todos sean uno como yo en ti”.

Amor ese mandamiento que Jesús conservó en su corazón toda la vida, para revelarlo el día antes de morir: “Como yo los he amado, así ámense también ustedes. De esto todos reconocerán que son mis discípulos, si se amar recíprocamente”.

No podemos pasar este día sin un momento de recogimiento en el que digamos a Jesús toda la adhesión de nuestra alma a ese Mandamiento que Él llamó “suyo” y “nuevo”. Un mandamiento que es el eco de la vida misma de la Trinidad.

Lo habíamos descubierto ya en Trento, mientras se desencadenaba el segundo conflicto mundial. El Verbo de Dios nos pareció como un divino emigrante que, haciéndose hombre, sin duda se adaptó al modo de vivir de este mundo. Fue un niño y un hijo ejemplar, y hombre trabajador. Pero trajo el modo de vivir de su patria celeste y quiso que hombres y cosas se recompusieran según un nuevo orden, según la ley del cielo: el amor.

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