La planilla para solicitar trabajo como profesor que tengo delante de mí me dice que mi vida de estudiante se ha concluido. La casilla en la cual debo indicar la provincia escogida me pone tenso. ¿Qué será mejor: quedarme en mi ciudad del Sur, o ir a otra parte? Me están pidiendo una elección de vida.

Muchos de mis colegas eligen el Norte, para tener mayores posibilidades de trabajo y para alejarse de esa realidad que con frecuencia la crónica amarillista pone en evidencia: ilegalidad, desviaciones, criminalidad.  Y sin embargo, ¡hay tanto que me ata a mi  ciudad! No sólo la familia, los afectos, los amigos, los intereses, si no también la esperanza de poder hacer algo por ella, yendo contra la corriente, a pesar de mis límites.

Me regresa a la mente la exhortación de Chiara a las jóvenes: “morir por la propia gente…”.  La idea de quedarme, arriesgando de encontrarme con menos posibilidades de trabajo y en “escuelas difíciles”, crece en mí, con un poco de inconciencia. Lo comento en casa, con mi novia, con mis colegas.

Es de noche, y mañana tengo que enviar la planilla. La decisión está tomada: me quedo.
En las afueras y en las zonas marginales hay más posibilidad de trabajo, no siendo lugares ambicionados. Pienso: “¿Qué puedo hacer yo en este barrio, que es zona de luchas de la camorra, donde se disparan y se matan? ¡Puedo amar! ¡Que Dios me ayude!”. Por este motivo señalo algunas escuelas “de frontera”, junto a escuelas “de élite”. Dios me hará entender dónde me quiere.

Después de algunos meses me nombran por un año. Increíble, entro en el mundo de la escuela por la puerta principal, ¡con el mejor contrato! El día que me presento en la escuela las lecciones están suspendidas por actos vandálicos perpetrados la noche anterior. Comprendo en seguida que Dios me tomó la palabra: el momento de la prueba llegó.

El contexto es especial, el malestar social se hace sentir. Los jornadas pasan entre momentos de desaliento en los cuales todo parece no funcionar y otros en los cuales se iluminan los ojos de los muchachos, me buscan, porque quieren superarse y prepararse para un futuro mejor; me aferro a esta esperanza, y mi sufrimiento encuentra sentido.

No sé si “resistiré”, porque a veces es difícil hacer frente a los muchachos pendencieros, obtener respecto, hablar de matemática en estos contextos. Pero sé que, momento tras momento, puedo tratar de hacer entrar a Dios en las aulas; llevarlo en los regaños, en las notas, en los coloquios, en las disputas, en las explicaciones, en los silencios, en las las notas que hago en el registro. Si Dios me ha querido aquí, existe un por qué.

(P.D. – ITALIA)

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