¿Has experimentado alguna vez una sed de infinito? ¿Has sentido alguna vez en tu corazón el deseo ardiente de abrazar la inmensidad? ¿O tal vez has advertido en algún momento, en lo más íntimo de ti, la insatisfacción por todo lo que haces y por lo que eres?
Si es así, te gustará encontrar una fórmula que te dé la plenitud que anhelas: algo que no te deje sinsabores por los días que se van medio vacíos…
Hay una frase del Evangelio que nos deja pensando y que, apenas la comprendemos un poco, nos hace exultar de alegría. En ella está concentrado todo cuanto debemos hacer en la vida. Resume todas las leyes impresas por Dios en el fondo del corazón de cada hombre. Escúchala: Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Esa frase se llama “la regla de oro”. La trajo Jesús, pero ya era conocida universalmente. El Antiguo Testamento la poseía, y es patrimonio de todas las grandes religiones mundiales. Eso denota la importancia que tiene para Dios: hasta qué punto Él quiere que todos los hombres la conviertan en norma de su vida. Cuando se lee es bonita y suena como un eslogan. Escúchala de nuevo:

«Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos»

Amemos así a cualquier prójimo –hombre o mujer– que encontremos durante el día.
Imaginémonos que estamos en su situación y tratémoslo como quisiéramos ser tratados nosotros en su lugar. La voz de Dios que habita dentro de nosotros nos sugerirá la expresión de amor adecuada para cualquier circunstancia.
¿Tiene hambre? Pensemos: soy yo quien lo tiene. Y démosle de comer. ¿Sufre injusticias? ¡Soy yo quien las sufre! ¿Está en la oscuridad o en la duda? Soy yo quien lo está. Digámosle palabras de consuelo y compartamos sus sufrimientos, y no nos quedemos tranquilos hasta que no esté iluminado y aliviado. Nosotros quisiéramos ser tratados así. ¿Es un discapacitado? Quiero amarlo hasta el punto de sentir en mi cuerpo y en mi corazón su limitación física, y el amor me sugerirá el modo exacto de actuar para que se sienta igual que los demás, es más, con una gracia mayor, porque los cristianos sabemos cuánto vale el dolor.
Y así con todos, sin discriminación alguna entre el simpático y el antipático, entre el joven y el anciano, entre el amigo y el enemigo, entre el compatriota y el extranjero, entre el lindo y el feo… El Evangelio quiere decir a todos.
Me parece oír un murmullo general… Comprendo… Quizá mis palabras parezcan simples, pero ¡qué transformación exigen! ¡Qué lejanas están de nuestro modo habitual de pensar y de actuar! Pero, ¡ánimo! Intentémoslo. Un día empleado de este modo vale una vida. Y por la noche ya no nos reconoceremos a nosotros mismos. Una alegría desconocida nos invadirá. Una fuerza nos investirá. Dios estará con nosotros, porque está con quienes aman. Los días se irán sucediendo con plenitud.
Quizás a veces aflojemos, estemos tentados de desanimarnos, de claudicar. Y desearíamos volver a la vida de antes… ¡Pero no! ¡Ánimo! Dios nos da la gracia.
Volvamos a empezar siempre. Si perseveramos, veremos cambiar lentamente el mundo a nuestro alrededor. Comprenderemos que el Evangelio contiene la vida más fascinante, enciende la luz en el mundo, da sabor a nuestra existencia, contiene el principio para resolver todos los problemas.
Y no estaremos tranquilos hasta que no comuniquemos nuestra extraordinaria experiencia a otros: a los amigos que puedan comprendernos, a los familiares, a todo aquél a quien nos sintamos impulsados a dársela.
Renacerá la esperanza.

«Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos»

Chiara Lubich

Texto publicado en La doctrina espiritual, Buenos Aires, 2006, p. 162.

 

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