En esta palabra se ponen de relieve dos vidas diferentes: la terrenal, que se construye en este mundo; y la sobrenatural, dada por Dios a través de Jesús, vida que no termina con la muerte y que nadie nos puede quitar.
Frente a la existencia se pueden tomar dos actitudes. Una es apegarse a la vida terrenal, considerándola como el único bien; y entonces nos inclinaríamos a pensar en nosotros mismos, en nuestras cosas, en lo creado, nos encerraríamos en nuestro caparazón, afirmando solamente el propio yo, y encontraríamos como conclusión, al final, inevitablemente, sólo la muerte. Otra es creer que hemos recibido de Dios una existencia mucho más profunda y auténtica; y así tendríamos el valor de vivir de forma tal de merecer este don, hasta el punto de sacrificar nuestra vida terrenal por la otra.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

Cuando Jesús dijo estas palabras, pensaba en el martirio. Nosotros, como todo cristiano, para seguir al Maestro y permanecer fieles al Evangelio, tenemos que estar dispuestos a perder nuestra vida, muriendo –si fuera necesario– también de forma violenta; y con la gracia de Dios nos sería dada la vida verdadera. Jesús fue el primero que “perdió su vida” y la recuperó glorificada. Él nos advirtió que no tenemos que temer a “los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (1).
Hoy nos dice:

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

Si lees atentamente el Evangelio, notarás que Jesús vuelve sobre esta idea nada menos que siete veces, lo cual demuestra su importancia y la consideración que le otorgaba.
Pero para Jesús la exhortación a perder la propia vida no es sólo una invitación al martirio. Se trata de una ley fundamental de la vida cristiana.
Tenemos que estar dispuestos a renunciar a ser nosotros mismos el ideal de la vida, renunciar a nuestra independencia egoísta. Si queremos ser verdaderos cristianos tiene que ser Cristo el centro de nuestra existencia. ¿Y qué quiere Èl de nosotros? El amor por los demás. Si asumimos esta propuesta, nos habremos perdido y habremos encontrado la vida.
Esta idea de no vivir para uno mismo no significa, como podría pensarse, una actitud de renuncia o de pasividad. El compromiso del cristiano es siempre grande y su sentido de responsabilidad, total.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

Desde este momento podemos experimentar que la donación, el amor vivido, hace crecer en nosotros la vida. Cuando hayamos dedicado nuestra jornada al servicio de los demás, cuando hayamos sabido transformar el trabajo cotidiano, acaso monótono y duro, en un gesto de amor, probaremos la alegría de sentirnos más realizados.
Después de esta breve existencia, si seguimos los mandatos de Jesús, centrados todos en el amor, encontraremos la existencia eterna. Recordemos el juicio de Jesús en el último día. Él dirá a los que están a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre… porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron…” (2).
Para hacernos partícipes de esa existencia que no pasa, tendrá en cuenta únicamente si hemos amado al prójimo; y considerará si lo hemos tratado como si fuera Él.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

¿Cómo vivir esta Palabra? ¿Cómo perder nuestra vida para encontrarla? Preparándonos para el grande y decisivo examen.
Miremos a nuestro alrededor y colmemos la jornada con actos de amor. Cristo se nos presenta en nuestros hijos, en la esposa, en el marido, en los compañeros de trabajo, de partido, de recreación… Hagamos el bien a todos. Y no olvidemos a aquellos de los que tomamos noticia por los diarios, a través de amigos o en la televisión… Hagamos algo por todos, de acuerdo con nuestras posibilidades. Y cuando nos parezcan agotadas, aún podremos rezar por ellos. Lo que cuenta es el amor.

Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares. Este texto fue publicado en junio de 1999.

1. Evangelio de Mateo 20, 28.
2. Cf. Mateo, 25, 34 y siguientes.

 

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