«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14, 36).  Jesús está en el huerto de los olivos, en un terreno llamado Getsemaní. La hora tan esperada ha llegado. Es el momento crucial de toda su existencia. Se postra por tierra y suplica a Dios, llamándolo «Padre» con una ternura llena de confianza, para que le evite «beber el cáliz», una expresión que se refiere a su pasión y muerte. Le pide que pase esa hora…

Pero al final, Jesús se vuelve a rendir a su voluntad:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Jesús sabe que su pasión no es un acontecimiento fortuito ni una simple decisión de los hombres, sino un designio de Dios. Será procesado y rechazado por los hombres, pero el «cáliz» viene de las manos de Dios.

Jesús nos enseña que el Padre tiene un designio de amor para cada uno de nosotros, nos ama con un amor personal y, si creemos en ese amor y correspondemos con el nuestro –ésa es la condición–, hace que todo coopere al bien. A Jesús nada le sucedió por casualidad, ni siquiera la pasión y la muerte.

Y luego vino la Resurrección, cuya fiesta solemne celebramos este mes.

El ejemplo de Jesús resucitado debe iluminar nuestra vida. Todo lo que se presenta, lo que sucede, lo que nos rodea y también todo lo que nos hace sufrir lo debemos saber leer como voluntad de Dios, que nos ama, o como una permisión suya, que de todos modos nos ama. Entonces, todo tendrá sentido en la vida, todo será extremadamente útil, incluso lo que de momento nos parece incomprensible y absurdo o lo que nos puede sumir en una angustia mortal, como a Jesús. Bastará con que, junto con Él, sepamos repetir con un acto de total confianza en el Padre:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Su voluntad es que vivamos, que le demos gracias con alegría por los dones de la vida, aunque, ciertamente, a veces no es como nos la imaginamos: un objetivo ante el que resignarse, especialmente cuando nos topamos con el dolor, ni una serie de actos monótonos diseminados por nuestra existencia.

La voluntad de Dios es su voz, que continuamente nos habla y nos invita; es su modo de expresarnos su amor para darnos la plenitud de su Vida.

Podríamos imaginárnosla como el sol, cuyos rayos representan la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros. Cada uno camina por un rayo, distinto del rayo de quien está al lado, pero en cualquier caso un rayo del sol, es decir, la voluntad de Dios. De modo que todos hacemos una sola voluntad, la de Dios, pero para cada uno es diferente. Cuanto más se acercan los rayos al sol, más se acercan entre sí. También nosotros, cuanto más nos acercamos a Dios –haciendo cada vez más perfectamente la divina voluntad–, más nos acercamos entre nosotros… hasta que todos seamos uno.

Si vivimos así, todo puede cambiar en nuestra vida. Más que estar con quien nos gusta y amarlos sólo a ellos, podemos relacionarnos con todos los que la voluntad de Dios pone a nuestro lado. En vez de preferir lo que más nos gusta, podemos entregarnos a lo que la voluntad de Dios nos sugiere, y preferirlo. El estar completamente proyectados en la divina voluntad de ese momento («lo que quieres tú») nos llevará como consecuencia a desapegarnos de todas las cosas y de nuestro yo («no lo que yo quiero»), un desapego que no buscamos adrede, pues buscamos sólo a Dios, pero que de hecho encontramos. Entonces la alegría será plena. Basta con sumergirse en el momento que pasa y hacer en ese momento la voluntad de Dios, repitiendo:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

 

El momento pasado ya no existe; el futuro todavía no está en nuestro poder. Es como un viajero que va en tren: para llegar a su destino no camina hacia adelante y atrás en el tren, sino que se queda sentado en su sitio. Así es como tenemos que estar: firmes en el presente. El tren del tiempo camina por sí solo. A Dios sólo lo podemos amar en el presente que se nos da pronunciando nuestro «sí» a su voluntad de un modo fuerte, radical, decidido y activo.

Amemos, pues, ofreciendo una sonrisa, llevando a cabo un trabajo, conduciendo el coche, preparando la comida, organizando una actividad o amemos a la persona que sufre a nuestro lado.

Y no deben atemorizarnos las pruebas ni el dolor si en ellos sabemos reconocer, como Jesús, la voluntad de Dios, es decir, su amor por cada uno de nosotros. Es más, podremos rezar diciendo: «Señor, haz que no tema nada, ¡porque todo lo que suceda no será más que tu voluntad! Señor, que no desee nada, pues no hay nada más deseable que tu voluntad.

»¿Qué es lo que importa en la vida? Tu voluntad es lo que importa.

»Que no me desaliente por nada, porque en todo está tu voluntad. Que no me enardezca por nada, porque todo es voluntad tuya».

Chiara Lubich


Palabra de vida, abril 2003, publicada en Ciudad Nueva, nº 397, pág. 24.

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