El Evangelio es agradable cuando se lee; pero a la hora de ponerlo en práctica provoca escándalo para la gente de bien. El Evangelio no admite estancamiento, no permite descanso. Él, el “signo de contradicción”, no promete facilidades: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¿qué quiero sino que arda?”

La historia de Cristo en la tierra, en veinte siglos, es una serie de patíbulos,
entre galeras y escarnio: y no siempre se ve la ola de lágrimas versadas a escondidas.

Y sin embargo, sobre este silencio desolado y oscuro, vale la fe. Vale el creer sin haber visto. El recordar Su exhortación: “No teman, gente de poca fe. Yo he vencido al mundo”.

Por poco tiempo Él desaparece y nosotros penamos, dejados solos, pero después regresa. En la mística esta noche oscura termina con una flamante irrupción del sol. Es la prueba: y quien se sostiene con fuerza obtiene la victoria. Se trata de un sufrimiento que produce vida: la del grano de trigo que muere en el surco para fructificar en el sol.

“Pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación”.
(2 Cor. 1, 5).

Quien acoge a Jesús crucificado, acoge el dolor por amor: y encuentra en este acto de amor la alegría. Se necesita un entrenamiento del Espíritu Santo para esto.

Por lo tanto la existencia parece un drama crudo, con aparentes derrotas y atroces desilusiones: pero es necesario resistir. Nada se arruina de aquello que se dona en el dolor: el fruto de una resistencia en la racionalidad y en la fe, con virilidad y caridad, contribuye tanto en orden a lo civil como a lo espiritual, en donde el pueblo se convierte también mediante este medio en Cuerpo social del Cuerpo místico.

Se siembra entre lágrimas, se recoge en la exultación.

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