Después de haber agradecido el haber otorgado tal prestigioso premio al Movimiento de los Focolares “un instrumento para fomentar en esta época – junto a muchas otras beneméritas y valiosas organizaciones, iniciativas, obras- la unidad y la paz en nuestro planeta”, Chiara Lubich delinea la Espiritualidad de la unidad:

Consiste en una nueva línea de vida, en un estilo nuevo adoptado por millones y millones de personas que, inspirándose fundamentalmente en principios cristianos – sin abandonar, más aún, evidenciando valores paralelos presentes en otros credos y culturas diferentes – ha dado a este mundo, necesitado de reencontrar y de consolidar la paz, paz justamente, y unidad.

Se trata de una nueva espiritualidad actual y moderna: la espiritualidad de la unidad.

Ahonda sus raíces en algunas palabras del Evangelio, que se engarzan la una en la otra. Cito aquí solamente algunas.

En primer lugar presupone, para los que la viven, una profunda consideración de Dios por aquello que Él es: Amor, Padre.

¿Cómo se podría pensar en la paz y en la unidad en el mundo sin la visión de toda la humanidad como una única familia? ¿Y cómo verla de ésta manera sin la presencia de un Padre de todos?

Requiere, pues, que abramos el corazón a Dios Padre, que no abandona a sus hijos a su propio destino, sino que los acompaña, los protege, los ayuda; que, conociendo al ser humano en lo más íntimo se ocupa de cada uno, en todos los detalles; cuenta hasta los cabellos de su cabeza… que no pone sobre sus espaldas cargas demasiado pesadas, sino que es el primero en llevarlas.

No deja únicamente en manos de los hombres la renovación de la sociedad, sino que Él mismo se ocupa.

Creer en su amor es el imperativo de esta nueva espiritualidad; creer que somos amados por Él personalmente e inmensamente.

Creer.

Y entre las mil posibilidades que la existencia ofrece, elegirlo a Él como Ideal de la vida. Ponerse inteligentemente en aquella actitud que cada ser humano asumirá en el futuro, cuando alcance el destino al que ha sido llamado: la Eternidad.

Pero es obvio, no basta creer en el amor de Dios, no basta haber hecho la gran opción de Él como Ideal. La presencia y los cuidados de un Padre para con todos, llama a cada uno a ser hijo, a amar a su vez al Padre, a realizar cada día aquel especial proyecto de amor que el Padre piensa para cada uno, es decir, ahacer, su voluntad.

Y sabemos que la primera voluntad de un padre es que los hijos se traten como hermanos, que se quieran, que se amen. Que conozcan y practiquen lo que se puede definir el arte de amar.

Su voluntad es que amemos a todos como a nosotros mismos, porque «Tú y yo -decía Gandhi- no somos sino una sola cosa. No puedo hacerte daño, sin herirme».

Quiere que seamos los primeros en amar, sin esperar a que los otros nos amen.

Significa, «hacerse uno» con los otros, asumir sus pesos, sus pensamientos, sus sufrimientos, sus alegrías.

Pero, si este amor al otro, es vivido por más personas, se vuelve recíproco.

Y Cristo, el «Hijo» por excelencia del Padre, el Hermano de cada ser humano, dejó como norma para la humanidad precisamente el amor mutuo. Él sabía que era necesaria, para que exista la paz y la unidad en el mundo, para que todos formen una única familia.

Cierto que, para cualquiera que intente hoy mover las montañas del odio y de la violencia, la tarea es enorme, ardua. Pero lo que es imposible para millones de seres humanos aislados y divididos, parece que se vuelve posible para personas que han hecho del amor recíproco, de la comprensión recíproca, de la unidad el motivo esencial de la propia vida.

Leer más: Centro Chiara Lubich

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