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«Dios me ama inmensamente», «Dios nos ama inmensamente». Decirlo, predicarlo en los años ’60 del siglo pasado, tenía el sabor de una novedad, que podía parecer un poco subversiva. En cierto modo se sabía, pero no estaba tan presente en la vida personal y comunitaria de los “buenos” cristianos. El autor propone este descubrimiento, que caracteriza los inicios de la espiritualidad de la unidad y de la experiencia de Chiara Lubich y de sus primeras compañeras, como el mismo fundamento de la vida cristiana, en sus expresiones más típicas de oración y del seguimiento de Jesús en la vocación a la cual las llamó.

Es una verdad que nutre y penetra también las relaciones sociales, el trabajo. Nos hace capaces de llevar a Dios al mundo, a todos los que encontramos.

«Recuerdo la profunda impresión que suscitó también en mí ese anuncio: percibí su importancia fundamental, la novedad absoluta para mí. Sin embargo, a distancia de años, surge la pregunta: ¿en qué medida soy realmente consciente? ¿Hasta qué punto he comprendido su alcance?

A menudo, nuestra comprensión de Dios y de su forma de actuar  nos vincula a las perspectivas que nos hemos estipulado; tiene la medida de nuestra limitada sensibilidad, la expresamos a través de nuestras categorías de pensamiento parciales. Puede suceder entonces que, sintiéndonos tan imperfectos y por lo tanto, tan poco dignos del amor de Dios, transferimos en cierto modo, esta percepción a Dios y terminamos creyendo que Él no puede amarnos, o, como máximo, puede amarnos sólo en parte. En realidad no es así. Dios nos ama siempre, infinitamente, Su amor está cerca nuestro y nos sostiene en cada instante de nuestro camino.

Si queremos ilustrar mediante imágenes las características del amor de Dios, la primera que se manifiesta es una imagen familiar en la Sagrada Escritura que está presente en muchos autores espirituales: Dios nos ama como el esposo ama a su esposa. Él se asemeja a alguien perdidamente enamorado, ama más allá del valor mismo de la persona amada; ama al punto de ver que en ella todo es bello, todo es positivo, todo es comprensible. Incluso ante las deficiencias, si bien las ve, las supera y sublima por el amor.

Pero hay otra imagen que, de forma igualmente eficaz, expresa el amor de Dios hacia nosotros. Es la imagen del amor de una madre la cual, cualquiera sea la situación en la que el hijo se encuentra, incluso la más dolorosa y reprochable, siempre está dispuesta a esperarlo, a acogerlo, a olvidarlo todo. Porque así es el amor materno: inextinguible, esencial. […]

Cuando se llega a experimentar, aunque sea por un sólo instante, la realidad de un amor así, todo se transforma. La vida que tenemos, el mundo que nos rodea, cualquier circunstancia alegre o triste, todo adquiere la marca del don personal de Dios hacia mí que quiere que sea santo como Él, que es santo (cf. 1Pt 1, 16). Éste es el fundamento de toda la vida cristiana: este amor de Dios por cada uno, de Dios a quien debemos donarnos respondiéndole de manera total».

Pasquale Foresi, Luce che si incarna. Commento ai 12 punti della spiritualità dell’unità, Città Nuova editrice, 2014 pp. 29-30

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