IginoGiordaniChiaraLubich«Lo que había entendido, leyendo las hagiografías, como el resultado de una ascesis fatigosa, reservada a pocos, se convertía en cambio en patrimonio común. Comprendía por qué Jesús había podido invitar a todos los que lo seguían a ser perfectos como su Padre: ¡perfectos como Dios!

Era todo conocido y todo nuevo.

Era un mecanismo nuevo, un nuevo espíritu. Había encontrado la llave del misterio: es decir, se le había dado paso al amor, demasiado a menudo atrincherado: y éste irrumpía, como una llama, dilatándose, creciendo, hasta convertirse en un incendio.

Esta ascensión a Dios, considerada inalcanzable, se veía facilitada y abierta a todos, al reencontrar el camino a casa para todos, mediante el sentido de la fraternidad. Esta ascesis que parecía terrorífica (cilicios, cadenas, noches oscuras, renuncias), se convertía en algo fácil, porque el camino se recorría en compañía, con la ayuda de los hermanos, con el amor a Cristo.

Renacía una santidad colectiva, socializada (para usar dos vocablos que más adelante el Concilio Vaticano II popularizó), que eliminaba el individualismo, que en cambio impulsaba a cada uno a santificarse por sí solo, cultivando meticulosamente la propia alma, a través de un análisis sin medida, pero sin perderla. Era una piedad, una vida interior, que salía de los reductos de las casas religiosas y del exclusivismo de clases privilegiadas – que se mantenían separadas, e incluso afuera, cuando no era en contra, de la misma sociedad, que en su mayoría representaba a la Iglesia viva. Llevaba esta vida interior a las plazas, a los talleres y a las oficinas, a las casas y a los campos, y también a los conventos y a los círculos de Acción católica, dado que, en todos lados, donde hay personas, hay candidatos a la perfección.
En síntesis, la ascesis se había convertido en una aventura universal del amor divino: y el amor genera luz»

«La vida es una ocasión única que hay que aprovechar. Hay que aprovecharla aquí en la tierra para prolongarla en la eternidad. Para hacer de la tierra un anticipo del cielo, integrándola en la vida de Dios tanto aquí como allá. La vida no se debe arruinar con la obsesión de ambiciones y avaricias, ni embrutecer con rencores y hostilidades: sino divinizarla – prolongarla en el seno de lo Eterno – con el Amor. Y donde está el amor está Dios. Y cada momento ha de ser aprovechado por amor, es decir para donar a Dios: lo que significa absorber a Dios para sí mismos y para los demás.

En este modo de vivir está la libertad de los hijos de Dios, en donde el espíritu no se ve inmovilizado por prejuicios. Las divisiones, las oposiciones, son obstáculos para el espíritu de Dios.

«El que vive así no piensa en santificarse, piensa en santificar. Se olvida de sí mismo: se desinteresa de sí mismo. Se santifica santificando: se ama amando, se sirve sirviendo.

De tal modo la misma obra de santificación tiene una evolución social: este donar continuo y donarse hace que la elevación de las almas sea una obra comunitaria.

“Sean perfectos como mi Padre” pidió Jesús: y nos hacemos perfectos en la voluntad del Padre unificándonos entre nosotros para unificarnos con Él, a través de Cristo».

 

Fuente: Centro Igino Giordani

 

 

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