«El mundo moderno, con su laicismo, se ha alejado de Dios porque […] no se le dijo suficientemente que él era Dios, que había sido divinizado y que no era sólo un dependiente de un ser extraño y lejano, sino que misteriosamente es otro pequeño Dios, porque participaba de la naturaleza divina a través de la vida de Jesús, de modo especial a través de la Eucaristía.

Cuando reflexiono sobre algunas páginas de Marx, en las cuales niega el valor de la religión porque dice que ésta aliena al hombre y lo convierte en un ser extraño a sí mismo, precisamente porque lo hace depender de algo que está fuera de él: pienso que Marx no habría tenido nunca esos pensamientos si hubiese sabido que el hombre encuentra allí su divinización y por lo tanto su autonomía, entendida en sentido trinitario […].

Lo mismo se puede también decir de Hegel, de quien Marx fue discípulo; lo mismo se puede decir de todos los inmanentistas, de todos los que negaron a Dios para poner en relieve al hombre, inclusive Sartre, Camus, y hasta los últimos. Es Sartre quien afirma: «No puede existir Dios, porque, en ese caso, no existiría yo», porque me aplastaría. Sin embargo esto no es posible porque ese Dios, que se hizo hombre, te hizo Dios, te ha hecho partícipe de la naturaleza divina […]

Todos los días constatamos que no existe ningún problema de la humanidad que se pueda resolver individualmente, ni tampoco como grupo particular o como grupo nacional. Los problemas se deben resolver de forma colegiada, dando vida a la unidad que Jesús nos trajo. Y nosotros sabemos que raramente se puede crear esta unidad si no hay una vida espiritual.

En síntesis, no se crea una comunidad de cuerpos, se crea una comunión de personas. Y estas personas, si no están alimentadas por algo que las unifique, no lograrán nunca la unidad. Esto que las unifica, remotamente, podría ser la ciencia, podría ser el trabajo de investigación que el hombre realiza. Pero lo que crea la unidad por excelencia es el Hombre por excelencia, es decir Jesús, es Él quien nos hace hombres y nos convierte en comunidad. […]

La Eucaristía, es por un lado, un grandísimo misterio. Por el otro, es un banquete, es decir un centro de fraternidad humana natural. […] La Eucaristía es el alma; debe convertirse en el alma de esta socialidad».

 

Extraído de: Luz que se encarna, comentario a los doce puntos de la espiritualidad, Pascual Foresi, Cittá Nuova 2014, pp. 107-109

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