20150819-01«Me llamo Marco y tengo 35 años. Desde el 2008 trabajo como profesor suplente de Religión Católica. Lamentablemente –por situaciones burocráticas- me llaman a trabajar en forma esporádica y salteada: tres días en una escuela, después pasan meses, y me llaman de otra parte por una semana. Después, algunos días en un lado y otros, en otro. Trabajo una media de dos meses al año. En mi calidad de funcionario del Estado no puedo tener dos trabajos y siempre tengo que estar disponible cuando me llaman a dar clases, de lo contrario –si me niego- otros toman mi lugar.

Teniendo tiempo a disposición me dedico a varios quehaceres de la casa, vivo con mis padres, tengo algunos compromisos en la parroquia, colaboro con la formación de los jóvenes y adultos de un oratorio y coordino los encuentros de la Palabra de Vida una vez al mes. Soy voluntario en un hogar para ancianos y formo parte del comité diocesano para el ecumenismo y el diálogo interreligioso. Son todas actividades que me mantienen ocupado y activo. Pero cuando no tengo trabajo, empieza a crecer en mí una sutil sensación de insuficiencia, baja autoestima y todo me parece cada vez más difícil.

Un día, un amigo, conociendo mi situación laboral, me llamó por teléfono para decirme que había conocido a un chico que estaba en el colegio y necesitaba clases privadas de latín y griego. Mi amigo confiaba en mi capacidad de estudio y estaba seguro de que lo podía hacer muy bien. De hecho, después del colegio nunca me desvinculé de las lenguas antiguas. Es más, para comprender mejor el Antiguo Testamento, en mi tiempo libre también estudiaba hebreo bíblico. Sin embargo, ante la propuesta, mi primera reacción fue la de rechazarla. Tenía 10 días para decidir qué hacer. Después de este periodo, el chico buscaría a otros profesores privados. Quien está familiarizado con el arte de la traducción sabe que una cosa es traducir para sí mismos o traducir por diversión, y toda otra cosa es dar lecciones privadas a alguien que necesita progresar y debe tener buenos resultados en el boletín de las notas.

Tenía necesidad de trabajar, aunque esto significaba para mí tener que retomar las normas gramaticales del griego y del latín en diez días, volverlas a entender y saberlas comunicar. Tenía que abandonar todos mis compromisos por siete días y estudiar de 8 a 10 horas al día, sentado ante los libros para lograrlo. Tenía que dar un salto en el vacío. Y así fue: empecé a estudiar como un loco. Después de algunos días, ese mismo amigo me ofreció un lugar en su casa y hasta me dio las llaves.

Otro amigo que supo de mi “nuevo trabajo”, me mencionó que también su hijo tenía necesidad de clases de refuerzo, pero más que un profesor necesitaba un tutor: no sólo clases de latín y griego, sino también de filosofía, literatura italiana e inglés, es decir, había que cubrir toda el área humanística. El suyo era un caso desesperado. No sólo esto. Se trataba de un chico muy problemático desde el punto de vista relacional, y estaba en el último año del liceo y a finales de enero no lo habían podido evaluar en ninguna de las materias. Me abandoné en Dios y respondí positivamente. Hoy, el chico ha empezado a sacar 8.50 y 9 y ya le tomó el gusto al estudio. También sus relaciones personales están empezando a mejorar.

Recientemente hice un mes completo de suplencia, seguí dando clases privadas a la tarde y mantuve los compromisos que tenía antes».

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