20160501-01«Al ser humano le fue impuesto el trabajo como castigo; pero también como redención. Mientras tiene la finalidad inmediata de la obtención del pan de cada día, concurre también  a la finalidad última de la consecución del Reino eterno. Concierne entonces tanto a la economía, como a la teología; de hecho, el ser humano es hijo de Dios, destinado a Dios, también cuando trabaja.
Si el problema se redujera a pura economía, el trabajador se convertiría en pura máquina; su dignidad de persona se reduciría a la de un utensilio.

Hoy en día se habla mucho de la dignidad del trabajo, hasta el punto que se ha vuelto un tópico. Pero no está asegurado que la mentalidad esclavista se haya extinguido, ni que falten empresarios, de pronto bautizados, a los cuales les parece que, porque pagan un sueldo, tienen el derecho a humillar a quienes viven de ese sueldo, tratándolos con desprecio y desconfianza, así sea un trabajador intelectual o bien una empleada doméstica casi analfabeta.

Pero el trabajo no sirve sólo para conseguir una retribución en dinero. El trabajo realizado con un deseo de redención moral, de participación con los sufrimientos de Cristo, se convierte en producción de santidad, entra en la economía de las cosas eternas, de lo que deriva una dignidad que transforma a los constructores de maquinarias, a los agricultores, a los estudiantes, a los profesionales, a los empleados y a las amas de casa, en constructores del Cristo integral.

«Cada buen obrero – escribió San Ambrosio – es una mano de Cristo». Es decir, Cristo trabaja en la sociedad con las manos de sus obreros. En otras palabras, quien obra bien edifica en la tierra una construcción celestial, es el artífice humano de una arquitectura divina. Y esto eleva a una dignidad inmensa a quien hace y a lo que hace, si lo hace en el espíritu y bajo la ley de Cristo.

Así se ve que lo divino obra en la sociedad por medio del ser humano, asociado a participar del prodigio vivo de la Encarnación, la cual, si fue el milagro de la humanización del hijo de Dios, trae consigo también el milagro de cada día de una divinización de todos los hijos del hombre y por lo tanto, hijos de Dios. Un movimiento que va desde la tierra al encuentro de Cristo que viene del cielo.

De tal manera que la vida en los caminos atormentados del planeta es, sí, totalmente humana, pero también, si se vive en el espíritu de la Redención, está plenamente injertada en lo divino, es totalmente divina.
Esta dignidad no se limita sólo a las obras del espíritu, sino que abarca a toda la persona humana, cuerpo y espíritu, en todo lo que hace.

El oficio, la profesión, la oficina…. estas cosas melancólicas y a veces trágicas y a menudo aburridas, se transfiguran, de golpe, en Valores insospechados, en elementos de nuestro destino. Se convierten en medios de nuestra redención. El trabajo era nuestro castigo; y, por la humanidad de Cristo, se vuelve nuestro rescate. Es nuestra contribución a la Redención.

Se escala el cielo con los materiales de la tierra. Nada se pierde, ni una jornada mal pagada, ni una palabra dicha, ni un vaso de agua ofrecido por Cristo. Con estas simples cosas, la mayoría edifica el Reino de Dios. Porque la mayoría no se va de misión, ni se encierra en los yermos, ni escribe tratados de teología, sino que todos trabajan, todos sirven. Ahora bien, sirviendo a los demás, si se actúa en el espíritu de Cristo, se sirve a Dios, Quien no se nos presenta todavía en su luz, ya que encandilaría nuestra vista, sino a través de esa imagen suya, que son los seres humanos, su representación y hechura».

Igino Giordani, La società cristiana, Città Nuova, Roma (1942) 2010, pp. 72-82

 

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