El corazón remite a los afectos, a los sentimientos, a las pasiones. Pero para el autor bíblico es mucho más: junto con el espíritu, es el centro de la vida y de la persona, el lugar de las decisiones, de la interioridad y de la vida espiritual. Un corazón de carne es dócil a la Palabra de Dios, se deja guiar por ella y formula «pensamientos de paz» hacia los hermanos. Un corazón de piedra está cerrado en sí mismo, incapaz de escuchar y de tener misericordia.

¿Necesitamos un corazón nuevo y un espíritu nuevo? No hay más que mirar a nuestro alrededor. La violencia, la corrupción, las guerras nacen de corazones de piedra que se han cerrado al proyecto de Dios sobre su creación. Incluso si miramos dentro de nosotros con sinceridad, ¿no nos sentimos movidos muchas veces por deseos egoístas? ¿Es efectivamente el amor el que guía nuestras decisiones; es el bien del otro?

Observando esta pobre humanidad nuestra, Dios se compadece. Él, que nos conoce mejor que nosotros mismos, sabe que necesitamos un corazón nuevo. Así se lo promete al profeta Ezequiel, pensando no solo en las personas individualmente, sino en todo su pueblo. El sueño de Dios es recomponer una gran familia de pueblos como la concibió desde los orígenes, modelada por la ley del amor recíproco. Nuestra historia ha mostrado en muchas ocasiones, por un lado, que solos somos incapaces de cumplir su proyecto; y por otro, que Dios nunca se cansa de volver a apostar por nosotros e incluso promete darnos Él mismo un corazón y un espíritu nuevos.

Él cumple plenamente su promesa cuando manda a su Hijo a la tierra y envía su Espíritu en el día de Pentecostés. De ahí nace una comunidad –la de los primeros cristianos de Jerusalén– que es icono de una humanidad caracterizada por «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).

También yo, que escribo este comentario, y tú, que lo lees o lo escuchas, estamos llamados a formar parte de esta nueva humanidad. Es más, estamos llamados a formarla a nuestro alrededor, a hacerla presente en nuestra vida y en nuestro trabajo. Fíjate qué gran misión se nos encomienda y cuánta confianza pone Dios en nosotros. En lugar de deprimirnos ante una sociedad que muchas veces nos parece corrupta, en lugar de resignarnos ante males que nos sobrepasan y encerrarnos en la indiferencia, dilatemos el corazón «a la medida del Corazón de Jesús. ¡Cuánto trabajo! Pero es lo único necesario. Hecho esto, está hecho todo». Es una invitación de Chiara Lubich, que dice a continuación: «Se trata de amar a cada uno que se nos acerca como Dios lo ama. Y dado que estamos sujetos al tiempo, amemos al prójimo uno por uno, sin conservar en el corazón ningún resto de afecto por el hermano con el que acabamos de estar»1.

No confiemos en nuestras fuerzas y capacidades, inapropiadas, sino en el don que Dios nos hace: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo».

Si permanecemos dóciles a la invitación de amar a cada uno, si nos dejamos guiar por la voz del Espíritu en nosotros, nos convertimos en células de una humanidad nueva, artesanos de un mundo nuevo en medio de la gran variedad de pueblos y culturas.

FABIO CIARDI

1 C. LUBICH, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1964, 20069, p. 19.

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