Man pushing trolley along supermarket grocery aisle
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La situación parecía absurda: estaba sacando unos artículos que ne­cesitaba de las estanterías del supermercado y de repente sentí que un carrito me chocaba la pierna. El dolor era tremendo y casi largué un grito, pero pude contenerme para mirar solamente qué había pasado.

Una señora,con un nene en sus brazos me miró enojada, pero no me ofreció disculpa alguna. Siendo así le hice notar que estaba en el camino que ella había elegido para pasar. Ciertamente tenía mucho espacio para haber pasado sin chocarme, pero entre el celular con el cual estaba hablando, el nene que estaba gritando, el carrito que había que empujar y la bolsa que se le estaba cayendo, era en cierta manera comprensible que hubiera pasado lo que pasó.

Por lo pronto, no me dejé llevar por sus comentarios poco amables y le cedí el paso sin más, sólo que las cosas no siempre se desarrollan como uno lo presupone, ya que al próximo pasillo nuevamente nos cruzamos: “¿Otra vez usted?” me dijo, con un tono no muy amigable.

“¡Eh sí, otra vez yo! Estoy haciendo las compras como usted, y quién sabe si nos cruzaremos otras veces. ¿No convendría que termine su char­la por teléfono, y haga una cosa a la vez?” Ahora sí que se enojó, ¡y en grande! Se sintió con el derecho de despacharse con comentarios e insultos para los extranjeros como yo, etc. No se salvó nadie.

Para peor, el chiquito empezó a gritar, el celular se le cayó, la bol­sa definitivamente se desplomó en el piso, desparramando todo su contenido. Fue demasiado para la mujer, que terminó sentada en el suelo llorando. Sin dudarlo, empecé a juntar sus cosas y a ocuparme del chiquito, intentando atraer su interés con un llavero que tenía en mi bolsillo. Finalmente la criatura empezó a reírse, y la señora logró tranquilizarse.

Naturalmente los clientes, repositores y toda clase de gente acudió para ver de qué se trataba el lío que se había armado, pero al ver la escena un poco más calmada se fueron y nos dejaron solos; vaya uno a saber qué habrán pensando.

Lo cierto es que ayudé a la señora a levantarse y le pregunté si le quedaba mucho por comprar. Una lista en su mano me mostró la respuesta. Le pedí que se quedará firme ahí, y me puse a juntarle las cosas que todavía le faltaban. Ciertamente, algunos productos tenía que cambiarlos dos o tres veces, hasta encontrar la marca adecuada, pero finalmente todo estuvo hecho.

Una vez que en el carrito estuvieron todos los productos de la lista, la señora me miró con ojos grandes y esbozó un tímido pero since­ro: “Gracias, y perdón por cómo me comporté antes. No sé más cómo hacer: mi esposo ha perdido el trabajo, y no sabemos cómo hacer para llegar con el presupuesto familiar. Me parece que todo se derrumba. Me pongo nerviosa y agresiva”. Yo no tenía la solución inmediata, pero me surgió espontáneamente decirle: “Mire, no tengo respuesta, pero lo que puedo hacer es rezar por usted y su marido, ¡para que encuentre un trabajo!”

Ella me miró un poco sorprendida y contestó: “Yo no puedo creer en Dios, pero bueno, ¡gracias!”

En los días siguientes, mi oración por esta familia se hizo frecuente e intensa.

Cuando otra mañana me encontré nuevamente con la señora en el supermercado, me vio desde lejos y se acercó: “Sabe, en contra de todas las previsiones, mi marido pudo presentarse en una empresa por un trabajo y sí, ¡lo tomaron! No es el trabajo ideal, pero es fijo y es una paga aceptable. ¿Será fruto de su compromiso de rezar por nosotros? Cuando mi marido me lo comentó, pensé enseguida en usted, y en sus oraciones. ¡Muchas gracias! ¿Será que Dios existe?”

“¡Yo lo creo firmemente, y espero que un día usted también pueda encontrarlo!”, le contesté.

Nos saludamos y cada uno siguió su camino, pero en el corazón surgió espontáneo el agradecimiento a Dios y el pedido para que esta señora pueda encontrarlo.

Da “La vida se hace camino”, Urs Kerber, Ciudad Nueva 2016, Buenos Aires, pags. 16 y 17

 

 

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