© Ave Cerquetti, ‘Crocifissione’ – Lienz (Austria) 1975

«María, a los pies de la cruz, no se desmayó sino que elevando el corazón y la mirada al Padre, le ofreció a aquel Hijo, como prenda del pacto reconstruido y como garantía del cambio realizado, como ofrenda preciosa, hostia inestimable.

En el horizonte entre el cielo y la tierra, estuvo entonces cual María de los dolores, la desolada: la mujer que más sufría; pero, no vencida bajo la tragedia y consciente del servicio que había de prestar –la sierva del Señor– a los hijos de Él, estuvo también como sacerdote en el altar, el altar único de la cruz, adorando, para ofrecer así a la justicia eterna a ese Hijo sin mancha, que se inmoló por todos.

Su resistencia se mantuvo imperturbable incluso después, cuando los soldados, tras haber desclavado el cadáver del Crucificado, se lo arrojaron a sus brazos y desaparecieron con la multitud, a través de los callejones, en las pequeñas casas adormecidas bajo la oscuridad de la noche. Entre los últimos relampagueos y flores de estrellas, en el silencio yacente sobre la tragedia consumida, Ella estuvo todavía sola, para seguir ofreciendo al Padre a aquel inocente desangrado, el Hijo sin igual, al que estrechaba entre sus brazos recién muerto, así como un día, cuando niño, predilecto de los ángeles, lo había estrechado en Belén, recién nacido.

Nacido a la vida en las manos de una virgen, se había alejado de la vida en las manos de una virgen: Virgo altare Christi.
Entonces, recién nacido, ahora, apenas muerto era el precio con el que rescataba a todos del dolor, fruto de la culpa del pecado.
Es la actitud sublime de la virgen cristiana que, apoyada en Dios, no teme. ¡Cuántas veces la Iglesia perseguida –Cristo desangrado– ha sido recogida en brazos de las vírgenes humildes y fuertes, mientras que la mayoría de las personas alrededor huían o se escondían! Vírgenes, consagradas o no, madres de corazón virginal y pocos hombres, siguiendo el ejemplo de Juan, fueron testigos repetidamente de los renovados estragos del Calvario y mantuvieron vivo en el corazón a Cristo místico.

Confiando en Dios, María ofrece el Hijo al Padre, restituyéndolo, para identificarse con Su voluntad. En aquella hora, su frágil cuerpo femenino permanece erguido como un altar, sobre el que se inmola su Hijo, cordero inmaculado, por la salvación de todos.
Su fe es la fe del sacerdote que inmola en una hora trágica, la más decisiva de las horas transcurridas en el acontecer del mundo.
Cada alma es virgen –enseña san Agustín– puesto que forma parte de la Iglesia que es virgen. Este misterio nos asocia a la desolación de María, al mismo tiempo que nos une a la pasión de Jesús; pasión que virginiza las almas arrepentidas, presentes en la cruz con el corazón de María.

María, a los pies de la cruz, ofreciendo el Hijo al Padre, encarna el sacerdocio universal de la Iglesia: realiza el primer gesto de dicho sacerdocio, ese que la Iglesia no deja de repetir.
Encarna la Iglesia, y la simboliza, también ella virgen y madre, que prosigue la obra de María, que se une con la de Jesús.

Para denotar la belleza y la pureza y, al mismo tiempo, la naturaleza y la misión de la Iglesia, desde el principio se la comparó a María, y se la vio casi como la Virgen Madre esparcida por el universo, para llevar todas las almas a Cristo.
Ella repite la belleza única de la virginidad de la Virgen, para recomenzar, sin pau¬sas, la obra redentora de Cristo».

Igino Giordani, Maria modello perfetto, Città Nuova, Roma, 2012, pp.139-141

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