«Si dos o tres, reunidos en nombre de Jesús, invocan a Jesús, Cristo está en medio de ellos, y ciertamente componen una sociedad perfecta: dos personas y el Hombre Dios, es el embrión de la sociedad humano-divina: la Iglesia. Pero es importante señalar que es Él quien pide esta reunión, es decir pide que nos pongamos juntos; este “diálogo” como dice la filosofía social de hoy.

Cuando uno está en sí mismo, individualmente segregado de los demás, sucede como cuando un polo de la luz no hace contacto con el otro, no genera luz. También la gracia de Dios necesita medios humanos para pasar, y también medios naturales; como el agua (Bautismo), pan (Eucaristía), etc., casi como para promulgar y repetir la encarnación, del mismo modo, poniendo junto al hombre al hermano, hace que surja el amor, enciende en la tierra la luz, que es Cristo, el Amor, y abre el acceso a la fuente.

Venido para romper el aislamiento, que acrecienta la angustia del exilio, Jesús no constituyó individualidades, sino una sociedad, es decir una convivencia orgánica, mediante la cual, como en toda forma de vida, tiene lugar, como ley, el amor. Para amar, es necesario ser al menos dos; y para asociarse es necesario amar.

Y como «el amor viene de Dios» (1 Jn. 4, 7) amar es hacer vivir en nosotros a Dios, es poner a Dios en medio nuestro. Amar por lo tanto es poner en común (comunicar) la propia alma con el alma de la persona amada, no para sentir alegría y paz o para darle paz y alegría a la otra persona, sino para que entre las dos almas viva Dios, y por lo tanto el ápice del amor es hacerse uno, el Uno que es Cristo; así se llega a construir en quien ama y en quien es amado el Cristo místico.

Con esta construcción nosotros esperamos alcanzar la plenitud de Cristo, conformar el Cristo total. Por eso quien ama a una persona, en Cristo, permite que se ponga en circulación el Espíritu Santo, entre sí y el otro; el mismo Espíritu que circula entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto vive entre ellos la vida de la Santísima Trinidad. Y entonces vemos que, durante las veinticuatro horas del día, nosotros realizamos contemporáneamente una obra misteriosa, inmensa, por la profundidad del Espíritu, la construcción, ladrillo tras ladrillo, de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo; y de esta forma colaboramos con Dios mientras usamos nuestras fuerzas y vivimos la vida, realizamos la comunión de los santos.

En una empresa así, cada uno es Cristo para su hermano, y cada hermano es Cristo para cada uno.

Esta sociedad con la Trinidad es la Iglesia; amarse en Cristo es vivir con la Iglesia, vivir la Iglesia y al mismo tiempo completarla, llegando a la plenitud de ella.

La perfección del cristianismo está en el comprender y sobre todo vivir el Cuerpo místico, de cuyo funcionamiento ordenado depende, proporcionalmente, la salud de todos sus miembros, si se genera salud también todos los hermanos gozan; pero si se inoculan toxinas, también todos los demás sufren. No son los discursos, ni los lamentos los que curan los males en el cuerpo de la Iglesia, sino la propia santidad, es decir los glóbulos sanos, que cada célula infunde en todo el aparato circulatorio.

El Cuerpo místico reacciona en el cuerpo social como el alma en el cuerpo.

Todo el bien que el Cuerpo místico realiza en la tierra es el espíritu de Dios que se injerta en la humanidad, es Dios que vive entre los hombres y los recupera para sí. Realmente la Iglesia es el medio para devolver la creación al Creador.»

 

Igino Giordani, La divina avventura, Città Nuova, Roma, 1993, pp.47-64.

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