Una entrega verdadera

 
Martín Fra ya lleva casi 20 años en la Mariápolis donde vive

Médico, padre de cuatro hijas, radicado en la Mariápolis de O’Higgins, a mitad de camino entre Chacabuco y Junín, es hijo de un actor teatral y cinematográfico de la década del sesenta. José María Fra, en efecto, perteneció a la generación de los “jóvenes viejos”. Actuó en películas emblemáticas como Tres veces Ana de David Kohon y La cifra impar de Manuel Antín. Martín, que también heredó el nombre paterno (para los documentos es José María Martín), se casó en 1989 con Cuqui Betoño, diseñadora gráfica, y sus hijas se llaman Natacha, Malena, Mireya y Sara.

En 1991, después de ofrecer al Movimiento de los focolares su disponibilidad para trasladarse por un tiempo a otro país, les llegó la insólita propuesta de ir a trabajar a África. Así fue que el joven matrimonio y su primera hija de tres meses se instalaron a 25 kilómetros de Nairobi, capital de Kenia, para trabajar en el Nazareth Hospital de las hermanas de la Consolata. “En muchos países africanos prácticamente no existe un aparato estatal de salud –explica– por eso tantos hospitales fueron fundados por religiosos”. Martín recordará siempre ese lugar donde vivieron año y medio: “Los vestidos tan coloridos de las mujeres en medio del verde exultante de la vegetación, los pájaros, las flores y los monos que viven entre las personas como si fueran mascotas… De todas maneras yo no imaginaba siquiera que las diferencias culturales fueran tan abismales; para los africanos el ser social y comunitario es muy fuerte, y hasta la dimensión del tiempo es diferente”. En efecto, descubrió que muchas cosas que damos por supuestas dependen en realidad de cada cultura. Por eso para muchas personas en África no cuenta saber la edad o la fecha de cumpleaños… y menos entienden que se puedan dejar “abandonados” a los muertos en un cementerio: para ellos deben ser enterrados cerca de la vivienda, para que sigan compartiendo la vida con todos. “Acaso por eso –reflexiona– los africanos están tan ligados a la tierra, que es para ellos parte de su ser”.

El ejercicio de la medicina en esa situación le deparó muchas sorpresas: había que hacer de todo, atender chicos y ancianos, asistir partos, incluso operar, y todo con poca tecnología. Había que agudizar el sentido crítico, hacerse entender por los pacientes que no hablaban nunca en inglés, aprender algunas palabras en kswaili o kikuyo, lenguas locales y tribales, para comprender “me duele aquí”, “fiebre”, “vómitos”, “diarrea”… Las enfermedades más comunes eran patologías infecciosas y tropicales.

Cuando esperaban a su segunda hija regresaron a Buenos Aires. El cambio significó retomar el trabajo en el hospital y terminar la especialidad. Y cuando esperaban a la tercera, decidieron ir a establecerse cerca de la Mariápolis de O’Higgins. “Siempre viajando con los embarazos a cuestas”, comenta risueño Martín. Allí ocupó el cargo vacante de médico en el pueblo y se desempeñó como auditor de una obra social en Junín, además de atender una guardia en Chacabuco.

Martín, que se define como un bicho de ciudad, se anima a decir que le costó más adaptarse al campo argentino que a la aldea africana: “Para colmo llegamos un día de lluvia torrencial y nos hundíamos en el barro”. A las hijas, de chicas, el pueblo les ofrecía un ambiente familiar y sano, pero con el paso de los años las mayores se fueron a estudiar a Rosario y Buenos Aires. “Creo que ellas –arriesga– se sintieron siempre respetadas por nosotros en su libertad y autonomía: cada una eligió su futuro de estudios y sus proyectos de vida, viajan… quizá heredaron algo de lo plástico de Cuqui y algo del amor mío por el teatro, que venía de mi padre”. Martín subraya la importancia de esta actitud; se dice consciente de que no podían imponer a las hijas una opción tan fuerte como la que había decidido él junto con su esposa. “Sin embargo, tanto para ellas como para nosotros –asegura– el ambiente internacional y abierto de la Mariápolis nos ofrece un proyecto espiritual y humano ambicioso y exigente”. Hace referencia a las muchas personas que la visitan y a los jóvenes y familias que pasan un período allí. Afirma que si bien la mayoría sólo está unos meses o a lo sumo dos años, se advierte en todos un fuerte compromiso, una verdadera entrega, el esfuerzo por construir una socialidad diferente a partir del Evangelio:“Se establecen vínculos y relaciones intensas que perduran, se mantienen y acrecientan”.

Cuqui y Martín, además, colaboran intensamente en la vida de esa comunidad y se ocupan, entre otras cosas, de las “escuelas de familias” que se llevan a cabo todos los años con parejas de diferentes provincias argentinas y de otros países latinoamericano.

por José María Poirier

publicado en www.ciudadnueva.org.ar