De O’Higgins a Montet

 
Después de tres años intensos en la Mariápolis Lía, María Gabriela Ferreira, se traladó a la Mariápolis Foco, en Suiza. Antes del viaje nos donó su rica experiencia.

Ya no la veremos recorrer a paso ligero, en bicicleta, o casi perdida su figura menuda en el asiento al volante de algún añoso vehículo, o incluso conduciendo la moderna combi de pasajeros, por las calles de Mariápolis. Este 8 de de diciembre, María Gabriela Ferreira, ha puesto rumbo a otra ciudadela de los Focolares en Montet, Suiza, siguiendo su vocación de disponibilidad plena al servicio del Movimiento. Grabamos con ella una breve charla antes de partir, resumen de su vida y los cuatro años que estuvo entre nosotros.

Su primer contacto con la ciudadela, recuerda con precisión, había sido el 1º de abril de 1981. Nacida 20 años antes en Punta Alta, en la base naval de Puerto Belgrano, de una familia donde el amor genuino ensamblaba sin mella la diversidad ideológica –madre peronista, padre radical intransigente y abuelo comunista–, pudo crecer con la mente abierta. A los 16, sin embargo, “el golpe más duro de mi vida”, la muerte imprevista de su padre, marcaría un punto de inflexión. “Fue la gran crisis, la rebelión contra Dios, y meses después, llorando, ‘¿posible que no quede nada de ese amor que él nos brindó a nosotros y a la gente?’, porque era muy generoso, enfermero, luego nos enteramos de montones de cosas que hacía por los demás, ‘no puede ser que esto quede en la nada’, yo me sentía constituida por ese amor y, entonces… ‘¡Dios existe!’. Para mí la certeza de que ese amor no podía morir fue la mejor demostración de la existencia de Dios”.

Alguien le aconsejó acercarse a un grupo que se reunía en una familia vecina, los Perrín. Allí una de las hijas, Cecilia, le habló de un ideal de vida tan radical que llegó casi a asustarla. No obstante, por ella supo de la existencia de Mariápolis y “comenzó a trabajarme la idea de conocer ese lugar”. En realidad su intención era ir a vivir un tiempo, pero la propuesta no cayó nada bien en casa. Se contuvo, pero de allí en más la cosa fue imparable, “hasta que mamá cedió y me acompaño a ver de qué se trataba, porque yo no le sabía explicar”.

Y aquí llegó Gabriela, con el sueño de una experiencia plena de unidad. El comienzo fue tal cual, pero, al poco tiempo comenzó a pesarle que junto con ella también se había traído sus cosas, su dinero, su ropa de marca, sus pequeños oros. Cosas que las demás no tenían, porque las habían puesto en común. “Hasta que tomé la decisión de hacer lo mismo, y comencé una experiencia de libertad”.

La ciudadela no era todavía lo que es hoy. Por decir, el gimnasio Foco recién se estaba construyendo. Grabriela trabajaba en mantenimiento y le había tocado quitar el verdín de las tejas a cepillo, sumergiéndolas en un tacho con agua y ácido muriático. “En un momento dado miré la estructura que se comenzaba a levantar y, en medio del frío del invierno, pensé ‘¿un gimnasio, en medio de la pampa… Qué estoy haciendo acá?. Esto es ridículo, con tanta gente que pasa necesidades, podría estar haciendo algo más util’, y cuando estaba por dejar de nuevo la teja dentro del tacho, sentir interiormente que Jesús me decía, “soy yo que te traje aquí”. Y fue fundamental, porque lo que yo quería era seguirlo a él. Luego llegó el momento en que se me hizo patente que lo mío era construir la unidad, que ese era el sentido fundamental de mi vida y de la experiencia en Mariápolis”.

Momentos clave, como cuando más adelante volvía en tren a su ciudad para rendir un examen – estudiaba bioquímica en ese momento – y al pasar frente a un cartel donde una joven vendía su imagen sin decoro, pensó: “si conocieras la dignidad que tenés…”. “¿Y vos no me ayudarías”, se insinuó una voz por dentro. “Allí comprendí que Jesús me pedía que lo siguiera de modo total, y le dije que sí”.

En cambio su madre, ante todo este proceso que percibía en su hija, se convencía cada vez más, con gran sufrimiento, de que se trataba de un lavado de cerebro. Tanto que se vio oportuno que Gabriela volviera a casa.

De nuevo en su ambiente y más librada a su suerte, porque incluso en ese tiempo su amiga Cecilia Perrín había enfermado y tuvo que irse a Buenos Aires, “una serie de cosas me hizo tambalear” y la obligó “a echar raíces en otro aspecto de la vida de Jesús, su amor hasta el abandono en la cruz”.

A esta altura de su vida bastó muy poco, apenas la insinuación de que se necesitaban más brazos en los focolares, para que ya no dudara que ese era su lugar. Ya compuesta la relación en casa, pudo integrarse al primer focolar de Avellaneda, en Buenos Aires y luego Loppiano, en Italia, Montét, adonde ahora ha vuelto, Buenos Aires, José C.Paz, Bahía Blanca, hasta recalar nuevamente en nuestra Mariápolis Lía en diciembre de 2008.

“La vida del amor recíproco –reflexiona– es igual en todas partes, pero acá estamos todos por lo mismo y esto marca la diferencia. Porque en la ciudad vos pintás o haces algo en tu casa y nadie te pide cuenta, en cambio aquí todo se hace en relación con los demás, lo cual me exigió una adaptación”. Inclinada, por temperamento, a hacer muchas cosas, a poco de haber llegado, “me falló la salud a los pocos meses de haber llegado, replanteándome más a fondo que la cosa no es tanto el hacer como el ser. Por eso en cierto sentido la Mariápolis me regeneró. Gracias al amor recíproco, que es lo que siempre me salvó”.

Una vez que entré en esta forma de vida comunitaria para mí fue un gozo inmenso ver lo que significa como maqueta de sociedad ideal, no sólo desde el punto de vista espiritual, sino desde todos los puntos de la vida concreta de la cotidianeidad, en la que muchos podrán inspirarse para esta nueva época que se viene. La humanidad está caminando decididamente hacia otro modelo que en la Mariápolis ya es una realidad. Aquí yo puedo decir, ‘vengan y vean’. En las ciudades se puede dar testimonio, pero en el lenguaje tenés que adecuarte tratando de tender puentes para el mundo unido. En esta ciudadela vos hablás abiertamente de lo que te desborda el corazón”.

Con su voz característica, levemente aniñada, Gabriela es conocida por ser tan exigente como apasionada, tanto que por momentos, a quienes comparten sus actividades, les ha resultado difícil seguirle el ritmo. Exigente, puntillosa, responsable, nada le resulta indiferente. Concreta, tenaz, analítica, cada tanto aflora también su vena poética. Por supuesto, le ha hecho más de una poesía a la Mariápolis y sus habitantes, y resumiendo estos cuatro años entre nosotros los define “como una experiencia que me ha hecho más fraterna, siento que mi corazón es más de carne, como que me ha amasado en ese sentido; que cada uno de ustedes es mi hermano pero así, entrañable, y me da mucha alegría porque en este momento todos juntos tenemos que llevar adelante este carisma como hermanos que se aman como Dios quiere”.

Ahora lleva todo esto a su nuevo destino, Montet, donde en principio acompañaría en su tarea a una de las primeras compañera de Chiara, Palmira Frizzera, que desde el principio ha estado al frente de esa ciudadela.

Me lee, concentrada, cadenciosa, su última poesía, donde se despide: “A la Mariápolis Lía, mi casa, mi mundo, con amor, Gabriela”.