En el centro de la Semana Santa publicamos este pensamiento de Chiara Lubich tomado de una conferencia telefónica del Jueves Santo de 1989.

Hoy es Jueves Santo, un día muy especial para nosotros, que nos recuerda varias realidades divinas que están en el corazón de nuestra espiritualidad, de tal modo que cada año, en su aniversario, nos damos cuenta de todo el atractivo de este día, y no resulta inusual que nuestra alma se llene de algo del Paraíso.

¿Cómo no sentir que nuestro corazón se dilata si el Jueves Santo subraya de una manera extraordinaria el Mandamiento nuevo de Jesús, la unidad, su testamento, la Eucaristía, su extraordinario don, y el sacerdocio que la hace posible?

Por tanto, detengámonos hoy con inmensa gratitud en estos extraordinarios misterios que son fundamentales para todo cristiano y en especial para nosotros.

Y mañana será Viernes Santo, que también nos lleva al corazón del cristianismo y de nuestra espiritualidad: Jesús muere, muere abandonado.

¿No les parece que en un mundo como el actual, atrapado por el consumismo y por otros males, este sea un buen momento para afrontar, de alguna manera, un tema como el de la muerte que hoy nadie o muy pocos están dispuestos a considerar?

Nosotros debemos hacerlo por coherencia con nuestro Ideal, que nos enseña cómo afrontar todos los momentos de la vida y, por tanto, también el paso a la otra, a la vida eterna.

Y lo afrontamos permaneciendo en el ámbito de la oración, nuestro tema preferido en estas últimas semanas.

Existe una oración muy breve, maravillosa.

El Espíritu la puso en labios de la Esposa, la Iglesia, y está dirigida al Esposo, a Jesús.

El Apocalipsis, el último de nuestros libros sagrados, termina con ella. Dice así: «¡Ven, Señor Jesús!”[1].

«¡Ven, Señor Jesús!”

Esta podría ser nuestra oración pensando, esperando, preparándonos para la muerte.

Sí, porque tenemos o debemos tener nuestro concepto exacto de la muerte: no es el final, sino el principio; el encuentro con Jesús. Es más, no es algo opcional, está en el programa de todos; un día llegará para todos, es la voluntad de Dios para todos.

Sí, es la voluntad de Dios para mí, para nosotros, para todos.

Hay que saber acogerla como tal, como voluntad de Dios.

En general, ¿cómo aceptamos la voluntad de Dios? Hemos comprendido que la voluntad de Dios, cualquiera que sea, es la expresión del amor de Dios por nosotros.

Por tanto, no es lógico ni justo aceptarla únicamente con resignación, sino que conviene verla como lo mejor que nos puede suceder. Por ello, nos esforzamos en vivir de tal manera que la voluntad de Dios sea la nuestra.

Y nos empeñamos en vivirla no solo con todo el amor, sino con entusiasmo, porque sabemos que, mediante ella, estamos encaminados hacia una aventura divina, en parte conocida, en parte por descubrir, y así cumplimos el designio de Dios sobre nosotros.

Precisamente por este modo de afrontar la voluntad de Dios,  es por lo que se distingue un focolarino, porque sobre este punto tuvo lugar la conversión que cambió de rumbo nuestra vida.

(…)

«¡Ven, Señor Jesús!”

(…)

Pero esta oración también es adecuada para otras ocasiones.

Podemos decir: «¡Ven, Señor Jesús!” esperando la santa Comu­nión.

Podemos decirla antes de un encuentro con alguna persona o grupo mediante el cual queremos amarlo a Él por encima de todo. Y antes de realizar su voluntad, cualquiera que esta sea.

«¡Ven, Señor Jesús!» Mirándote a ti, el amor, nuestra vocación, no tendrá temores.

Mientras esperamos tu venida, construiremos bien esta vida y, en cuanto comience la otra, nos lanzaremos en la aventura sin fin.

Tú venciste la muerte. Con esta oración, comprendemos que Tú, desde ahora, también la has vencido en nosotros, en nuestros corazones.

«¡Ven ─ por tanto─ Señor Jesús!», siempre, a todos nosotros.

Chiara Lubich

(Chiara Lubich, Buscando las cosas de arriba, Ciudad Nueva Madrid, 1993, pp. 136-138)

 [1] Ap 22, 20.

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