Crecí en Italia, no asistía a la iglesia, la religión me parecía algo lejano de la vida de todos los días. Los estudios, la carrera, los amigos, la diversión eran mis prioridades. Sin embargo, veía pocas personas realmente realizadas. Lo más común era encontrar gente decepcionada, triste y me preguntaba cómo se podía llegar a ser verdaderamente feliz en la vida. En 1999, a los 21 años, mientras asistía a la Facultad de Letras, conocí un compañero de estudio que pertenecía a los Focolares. Me quedé impresionado por la forma en que él y sus amigos me trataban: me sentí aceptado tal cual era. Me impactó también ver que para ellos el cristianismo no era una teoría. Ellos dialogaban entre ellos sobre la forma en que trataban de vivir las palabras del Evangelio en lo cotidiano y decían que experimentaban el amor de Dios. Era esto lo que los hacía felices. Hubo una frase que me impresionó: “Cada cosa que hagan a uno sólo de mis hermanos más pequeños, a mi me la hicieron” (Mt 25, 40). Me di cuenta de que podía amar a Dios que estaba presente en cada prójimo. En casa traté de escuchar más, de tener más paciencia, en especial con mi padre con quien a menudo había tenido choques. Pasaba más tiempo con mi madre, casi siempre sola en casa, la ayudaba en los quehaceres domésticos. Todos notaron mi cambio. Nuestra relación cambió y creció la confianza: mi madre me pedía consejo, me hacía confidencias, aunque yo soy el más joven de la familia. Una noche, me quedé con mi hermana mayor hablando largo rato; recordamos episodios del pasado que habían quedado sin resolver. Por primera vez nos perdonamos recíprocamente, desde lo más profundo de nuestro corazón, nos abrazamos, experimentando una gran alegría. El ambiente alrededor mío comenzó a cambiar, porque yo estaba cambiando. Sentí el llamado de dar mi vida enteramente a Dios. En el trabajo las ocasiones para vivir las palabras del Evangelio eran muchas. Una vez, en la escuela donde daba clases, una estudiante extranjera sacó notas muy bajas. Hablando con mis colegas comprendíamos que tal vez el curso no era muy adecuado para ella y le aconsejamos que hiciera otro curso más acorde a sus capacidades. Pero su padre consideró que nuestra intervención era un gesto discriminatorio y, furioso, se molestó conmigo y hasta quiso agredirme también físicamente. Yo estaba tranquilo, sabía que el amor vence todo. Lo escuché hasta el final, le expliqué del mejor modo nuestro pensamiento, hasta que él comprendió que la intención nuestra era sólo buscar lo mejor para su hija. En ese momento dijo: “Soy un inmigrante, tú eres una de las pocas personas que me ha tratado con respeto”. Concluimos la conversación tomando un café juntos, también con la hija. Hace algunos meses me transferí al focolar de Tokio y comencé a estudiar el japonés. Trato de amar a Japón como si fuera mi país, trato de descubrir su cultura, su historia y sus costumbres. Naturalmente, conservo siempre mi “identidad” de italiano, pero me enriquezco cada día en la relación con esta población. Por ejemplo, aquí las personas se expresan sobre todo con el silencio o con gestos concretos. Por lo tanto para mí es un hermoso desafío tratar de construir relaciones de fraternidad con la actitud más que con la palabra. Fuente: New City Filipinas, Abril/Mayo 2013
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