El Evangelio que Chiara y sus compañeras leían en los refugios era un descubrimiento constante, un libro que, en el fondo, no conocían: nadie les había hablado de él en aquellos términos. “Jesús actúa siempre como Dios. Por poco que das, te colma de dones. Estás sola y te encuentras rodeada de mil madres, padres, hermanos, hermanas y de todo tipo de bienes que luego distribuyes a quién no tiene nada».

De este modo, se consolidaba en ellas la convicción, porque estaba basada en la experiencia, de que no existía ninguna situación humana problemática que no encontrara una respuesta, explícita o implícita, en aquel pequeño libro que contenía palabras de cielo. Los adherentes del incipiente movimiento se sumergían en ellas, se nutrían de ellas, se evangelizaban nuevamente y experimentaban que cuanto Jesús decía y prometía se realizaba sin falta. El descubrimiento del “mandamiento nuevo” las inflamó hasta tal punto, que el amor recíproco se convirtió en su habitus, en su modo de ser. Y era ese amor, el que atraía a mucha gente a sus reuniones, de todas las edades y clases sociales. Amarse recíprocamente no era para ellas una opción, sino su propio modo de ser y de presentarse al mundo.

Escribía Chiara: «La guerra continuaba. Los bombardeos proseguían. Los refugios no eran suficientemente seguros y se preveía la posibilidad de presentarse pronto delante de Dios. Todo eso hacía nacer en nuestro corazón un deseo: poner en práctica en esos momentos, que podían ser los últimos de nuestra vida, la voluntad de Dios que Él más deseara.  Recordamos, entonces, el mandamiento que Jesús dice suyo y nuevo: “Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros, como yo los he amado.  No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. (Jn 15, 12-13).

“Decíamos que Jesús, como un emigrante, nos trajo de su patria sus usos y costumbres. Dándonos «su» mandamiento trajo a la tierra la ley del Cielo, que es el amor entre las tres personas de la Santísima Trinidad. Nos miramos a los ojos y dijimos: “Yo estoy dispuesta a morir por ti”. “Yo por ti”. Todas por cada una. Y si estábamos dispuestas a dar la vida la una por la otra, era lógico que, mientras tanto, era necesario responder a las mil exigencias que el amor fraterno requería: era necesario compartir las alegrías, los dolores, los pocos bienes, las experiencias espirituales. Nos esforzamos en vivir así  para que el amor recíproco estuviera vivo entre nosotras, antes que cualquier otra cosa.

«Un día, en el primer focolar, sacamos del armario nuestras pocas y pobres cosas y las agrupamos en el centro de la habitación, para luego dar a cada una aquel poco que le podía servir y el superfluo a los pobres. Dispuestas a poner el sueldo en común, y todos los pequeños y grandes bienes que teníamos o que habríamos recibido.  Dispuestas a poner en común también los bienes espirituales… El mismo deseo de santidad lo pospusimos a una única elección: Dios, que excluía cualquier otro objetivo, pero incluía, obviamente, la santidad que Él había pensado para nosotras”.

“Luego, cuando se encontraron dificultades obvias por las imperfecciones de cada una,  decidimos no mirarnos con ojos humanos que ve la paja en el ojo del otro, sin ver la viga en el propio ojo, sino tener una mirada que   todo perdona y olvida . Y sentimos tan importante el perdón recíproco, a imitación de Dios misericordioso, que nos lo propusimos como una especie de voto de misericordia entre nosotras: es decir, levantarnos cada mañana y vernos como personas “nuevas” que no han percibido aquellos defectos”.

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