La alegría de ser amados por Dios no se puede ocultar. Es el descubrimiento del hilo de oro que une todos los hechos de la existencia, es la tesela que completa el mosaico de la humanidad en el que todos los hombres están injertados. Es la alegría auténtica. Se lee en el rostro, en los ojos, en los gestos. Tiene su raíz en lo más profundo del ser humano y libera energías sepultadas que no pueden dejar de actuar. Alegría que contagia y libera y ayuda a leer los hechos de la vida.

Esta experiencia fue el único testimonio que caracterizó los primeros tiempos del Movimiento y es la vía sobre la cual camina quien se acerca a él

Como le sucedió a Graziella De Luca en la Sala Massaia donde se reunía la naciente comunidad de los Focolares, en Trento, en los primeros años de la aventura de la unidad: «Mientras Chiara hablaba, vi con los ojos del alma una gran luz y comprendí que aquella luz era Dios, el amor infinito. El entendimiento acompañaba esta luz interior: decir “comprendí” era incluso un camino demasiado largo, se trataba de una sensación inmediata. Era Dios, amor infinito, que saciaba completamente mi alma, en mí no quedaba ningún vacío. Era lo que siempre había buscado».

La experiencia de ser amados por Dios y responder con amor, es la trama de cada historia contada en todos los ámbitos y en todos los lugares donde el Movimiento actúa, ya sea en los pequeños grupos de comunión, que en los encuentros públicos promovidos por el Movimiento y es el empuje hacia la fraternidad universal que comienza en el lugar donde se vive en el momento presente: en la familia, en la escuela, en el trabajo, también en una cama de hospital. Es la irradiación natural personal y comunitaria que lleva, por ejemplo, a trabajar para lograr una inculturación profunda del Evangelio y del “carisma de la unidad” en África y en cualquier otro país o continente.

Subrayando que esta época está llamada a vivir la unidad, Chiara Lubich escribió:  « (…) si se vive, los efectos en la sociedad pronto serán evidentes. Uno de ellos será  la estima recíproca entre los Países, entre los pueblos. Esto es algo inusual. De hecho estamos acostumbrados a ver fuertes fronteras entre pueblo y pueblo; a temer la potencia del otro; al máximo se hacen alianzas para el beneficio propio. Pero difícilmente se piensa en actuar –ya que la moral popular nunca ha llegado hasta esto– solamente por amor hacia el otro pueblo. Pero cuando la vida del Cuerpo místico se desarrolle entre las personas, que amarán efectivamente a sus prójimos como a sí mismos, blancos o negros, rojos o amarillos, será fácil trasplantar esta ley entre los Estados. Y sucederá un fenómeno nuevo, porque el amor o encuentra o hace semejantes y los pueblos aprenderán la parte mejor el uno del otro y las virtudes se harán circular para el enriquecimiento de todos. Entonces existirá la unidad y la diversidad y en el mundo surgirá un pueblo que, aún siendo hijo de la tierra pero impregnado de las leyes del cielo, podrá llamarse el “pueblo de Dios”».