Mirta Zanella es Argentina, de Mendoza, está casada y tiene tres hijos. Ya desde hace tiempo conoce el carisma de la unidad y ha experimentado que vivir la Palabra de Dios nos transforma y también cambia la realidad que nos rodea.
Un hecho. Un día desaparecen las llaves de la casa, el sueldo de su marido y otros objetos de valor. ¿Quién habrá sido? El autor del robo ha de ser necesariamente alguien cercano a la familia… Esto provoca en Mirta un gran sufrimiento, tanto que no logra ni siquiera rezar. Después, recordando que Jesús nos invita a perdonar, lo hace, también a la persona que le había robado.
Pero algunos días después se entera que una señora necesitada que pedía limosna en el barrio y con quien tenía desde hacía tiempo una relación cordial, había robado en la casa de una vecina: mientras ella la amenazaba con una pistola el marido se había llevado el botín. Seguidamente también Mirta recibe fuertes amenazas por parte de ella y para defenderse llama a la policía. La mujer es arrestada y después del proceso se le declara culpable de varios delitos, y es condenada a 17 años de cárcel.
Meses después el marido de Mirta le sugiere que vaya a la cárcel a visitarla, pero esto no está en sus planes: “¡Ni siquiera en sueños!”, responde, llena de temor. Poco tiempo después una nueva solicitud: esta vez es del sacerdote de la parroquia, que le propone que vaya con un grupo de señoras a la cárcel de mujeres donde, entre otras, está presa la mujer que le robó. Un poco confundida, Mirta acepta, recordando la palabra de vida: “Vayan pues y aprendan qué significa: misericordia quiero y no sacrificios” (Mt. 9, 13).
Entonces va con el grupo a la prisión y al final de la Misa ve a la mujer. Es un instante: decide saludarla con un abrazo. “Ella se pone a llorar y me pide perdón –cuenta Mirta- Le respondo que el Señor ya la perdonó y yo también. Me pide que rece por sus hijos y le prometo que lo haré”.
A partir de ese día Mirta, junto con el sacerdote y otros, sigue yendo a la cárcel, hasta que le piden que coordine un grupo de Pastoral Penitenciaria. Las detenidas, impresionadas por el amor concreto de ellos, cambian de actitud, y se ponen a disposición: arreglan la capilla, restauran el crucifijo y pulen las bancas, tanto que ahora si se puede celebrar la Misa con regularidad. Algunas impresiones de las detenidas confirman el clima que se ha ido instaurando: “No sabía dialogar con mis hijos, ahora logro comprenderlos”; “Soy egoísta, veo sólo mi dolor, pero estoy tratando de estar pendiente también del del otro”; “No importa el lugar, aquí descubría a Dios”.
Para la vigilia de Navidad, Mirta y sus amigos organizan, siempre en la cárcel, una gran cena y el Obispo va a celebrar la Misa. Por un lado, es una renuncia a pasar la fiesta con la propia familia, por otra la fuerte conciencia de construir una familia más grande.
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