El discurso de despedida, después de la última cena, está cargado de enseñanzas y recomendaciones que, con sentimientos de hermano y de padre, Jesús le da a los suyos de todos los siglos.
Si todas sus palabras son divinas, éstas ciertamente tienen acentos particulares, dado que con ellas el Maestro y Señor condensa su doctrina de vida en un testamento que luego será la carta magna de las comunidades cristianas.
Acerquémonos entonces a la Palabra de vida de este mes, que precisamente forma parte del testamento de Jesús, con el deseo de descubrir su sentido profundo y escondido, para poder darle ese sentido a toda nuestra vida.
Lo primero que salta a la vista, al leer este capítulo de Juan, es la imagen de la vid y los sarmientos, tan familiares a un pueblo que por siglos cultivaba y cultiva viñedos. Sabían perfectamente que sólo una rama bien adherida al tronco podía cargarse de pámpanos verdes y de racimos jugosos. En cambio, la que se cortaba, terminaba por secarse y morir. No había una imagen más fuerte para ilustrar la naturaleza de nuestro vínculo con Cristo.
Pero en esta página del Evangelio hay también otra palabra que resuena con insistencia: «permanecer», es decir, estar sólidamente vinculados e íntimamente injertados en él, como condición para recibir la savia vital que nos hace vivir de su misma vida. «Permanezcan en mí y yo en ustedes», «Quien permanece en mí y yo en él, da mucho fruto». «Quien no permanece en mí, será desechado» (Cf Jn 15, 14 y ss). Este verbo «permanecer» debe tener, por lo tanto, un significado y un valor esenciales para la vida cristiana»

«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».

«Si». Este «si» indica una condición que a nadie le sería posible observar si antes Dios no hubiera salido a su encuentro. Es más: si no hubiera descendido en la humanidad al punto de hacerse una sola cosa con ella. Se podría decir que es él el que primero se injerta en nuestra carne con el bautismo y la vivifica con su gracia. Depende de nosotros, después, que realicemos en nuestra vida lo que ha obrado el bautismo y descubramos las inagotables riquezas que nos ha traído.
¿Cómo? Viviendo la Palabra, haciéndola fructificar y haciendo que resida en forma estable en nuestra existencia. Permanecer en él significa hacer que sus palabras permanezcan en nosotros, no como piedras en el fondo de un pozo, sino como semillas en la tierra, para que a su tiempo germinen y den fruto. Pero permanecer en él significa, sobre todo -como el mismo Jesús lo explica en este pasaje del Evangelio- permanecer en su Amor (Cf Jn 15, 9). Esta es la savia vital que asciende desde las raíces, por el tronco, hasta las ramas más distantes. Es el Amor lo que nos une vitalmente a Jesús, lo que nos hace una misma cosa con él, como miembros -diríamos hoy- «transplantados» en su cuerpo; y el amor consiste en vivir sus mandamientos, que se resumen todos en ese nuevo y gran mandamiento del amor recíproco.
Además, casi como para darnos una seguridad, para que podamos tener una prueba de que estamos injertados en él, nos promete que cualquier pedido nuestro será escuchado.

«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».

Si es él el que pide, no puede dejar de obtener. Y si nosotros somos una misma cosa con él, será él mismo el que estará pidiendo en nosotros. Por lo tanto, si nos ponemos a rezar y a pedirle algo a Dios, preguntémonos primero «si» hemos vivido la Palabra, si nos hemos mantenido siempre en el amor. Preguntémonos si somos sus palabras vivas, si somos un signo concreto de su amor por todos y por cada uno de los que encontramos. Puede ser también que se pidan gracias, pero sin ninguna intención de adecuar nuestra vida a lo que Dios pide.
¿Sería justo, entonces, que Dios nos escuchase? Esta oración, ¿no sería quizás distinta si brotara de nuestra unión con Jesús, y si fuese él mismo en nosotros el que sugiriera los pedidos a su Padre?
Por lo tanto, pidamos también cualquier cosa, pero antes que nada preocupémonos de vivir su voluntad, para que no seamos ya nosotros los que vivimos, sino él en nosotros.

Chiara Lubich

 

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