Esta Palabra se halla en el centro del himno que Pablo canta a la belleza de la vida cristiana, a su novedad y libertad, fruto del bautismo y de la fe en Jesús que nos ha injertado plenamente en él y, por él, en el dinamismo de la vida trinitaria. Al volverse una misma persona con Cristo, compartimos con él el Espíritu y todos sus frutos: primero de todos el de la filiación, el ser hijos de Dios.
Aunque Pablo habla de «adopción»1, lo hace sólo para distinguirla de la posición del hijo natural que le cabe sólo al único Hijo de Dios.
Nuestra relación con el Padre, en efecto, no es puramente jurídica, como sería la de los hijos adoptivos, sino sustancial, que cambia nuestra misma naturaleza como por un nuevo nacimiento. Toda nuestra vida es animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el mismo Espíritu de Dios.
Por eso, no se terminaría nunca de cantar, con Pablo, el milagro de muerte y resurrección que realiza en nosotros la gracia del bautismo.

«Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».

Esta Palabra nos dice algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, en la cual el Espíritu de Jesús introduce un dinamismo, una tensión que Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su constitucional fragilidad y su egoísmo continuamente en lucha con la ley del amor, es más, con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones2.
Aquellos que son guiados por el Espíritu, en efecto, deben afrontar cada día «el buen combate de la fe»3, para poder rechazar todas las inclinaciones al mal y vivir de acuerdo a la fe profesada en el bautismo.
¿Cómo?
Sabemos que, para que el Espíritu Santo actúe, se necesita nuestra correspondencia y San Pablo, al escribir esta Palabra, pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que es precisamente la negación del propio yo, la lucha contra el egoísmo en todas sus distintas formas.
Es esta muerte a nosotros mismos la que, sin embargo, produce vida, de manera que cada corte, cada poda, cada no a nuestro yo egoísta es origen de luz nueva, de paz, de amor, de libertad interior: es puerta abierta al Espíritu.
Al dejar más libre al Espíritu Santo que está en nuestros corazones, él podrá ofrecernos con más abundancia sus dones, podrá guiarnos por el camino de la vida.

«Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».

¿Cómo vivir, entonces, esta Palabra?
Antes que nada tenemos que volvernos cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en nuestro interior un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta lo suficiente. Poseemos una riqueza extraordinaria, pero que por lo general queda inutilizada.
Además, para que su voz sea escuchada y seguida por nosotros, tenemos que decir que no a todo lo que va contra la voluntad de Dios y decir que sí a todo lo que él quiere: no a las tentaciones, cortando enseguida con las consiguientes insinuaciones; sí a las tareas que Dios nos ha confiado; sí al amor a todos los prójimos; sí a las pruebas y a las dificultades que encontramos…
Al hacer esto el Espíritu Santo nos guiará dándole a nuestra vida cristiana ese sabor, es vigor, esa incidencia y luminosidad que la caracteriza cuando es auténtica.
Entonces, también quien está a nuestro lado advertirá que no somos sólo hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios.

Chiara Lubich

 

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