San Pablo escribe que tuvo grandes revelaciones. Pero también que Dios permitió que le tocara soportar grandes pruebas y, entre ellas, una muy particular que lo acompañaba y lo atormentaba continuamente. A lo mejor se trataba de una enfermedad, de un malestar físico permanente que, además de ser particularmente fastidioso, se transformaba en un obstáculo para su actividad y le daba la neta sensación de su límite humano.
Pablo suplicaba repetidamente al Señor que lo liberara de ese sufrimiento, hasta que le fue revelada la razón de la prueba, es decir, que la potencia de Dios se manifiesta plenamente en nuestra debilidad, que la única finalidad de ésta es darle espacio a la fuerza de Dios.
Es por eso que Pablo puede decir:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Nuestra razón se rebela ante una afirmación semejante, porque ve en ello una evidente contradicción o, simplemente, una arriesgada paradoja. En cambio, expresa una de las verdades más altas de la fe cristiana. Jesús nos la explica con su vida y, sobre todo, con su muerte.
¿Cuándo cumplió Jesús la obra que el Padre le había confiado? ¿Cuándo redimió a la humanidad? ¿Cuándo venció al pecado? Cuando moría en la cruz, anonadado, después de haber gritado: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”.
Jesús fue más fuerte precisamente cuando fue más débil.
Jesús habría podido dar origen al nuevo pueblo de Dios sólo con su predicación, con algún milagro más o con algún gesto extraordinario.
En cambio, no. No, porque la Iglesia es obra de Dios y en el dolor, sólo en el dolor, florecen las obras de Dios.
Por lo tanto nuestra debilidad, la experiencia de nuestra fragilidad encierra una ocasión única: la de experimentar la fuerza de Cristo muerto y resucitado y poder afirmar con Pablo:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Todos pasamos por momentos de debilidad, de frustración, de desaliento. Muchas veces tenemos que soportar dolores de todo tipo: adversidades, situaciones dolorosas, enfermedades, fallecimientos pruebas interiores, incomprensiones, tentaciones, fracasos… ¿Qué hacer? Para ser coherentes con el cristianismo, y si queremos vivirlo con radicalidad, tenemos que creer que estos son momentos preciosos.
¿Por qué? Porque precisamente quien se siente incapaz de superar ciertas pruebas que se abaten sobre su físico o su alma y, por lo tanto, no puede contar con sus propias fuerzas, se ve en condiciones de depositar su confianza en Dios.
Y él interviene, atraído por esta confianza. Donde él obra, realiza cosas grandes, que parecen más grandes precisamente porque parten de nuestra pequeñez.
Bendigamos entonces esta pequeñez nuestra, esta debilidad nuestra, porque gracias a ella podemos darle espacio a Dios y tener de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar concretamente hasta el final.
Es lo que le sucedió a los padres de un toxicodependiente que no se dieron por vencidos y trataron de curarlo por todos los medios. Pero era en vano. Un día este hijo ya no volvió a casa. Sentimientos de culpa, miedo, impotencia, vergüenza en los padres. Sin embargo, fue este encuentro con una llaga típica de nuestra sociedad, en la cual reconocer el rostro de Jesús crucificado, lo que les hizo encontrar nueva fuerza para seguir esperando y amando.
Yendo más allá del desfallecimiento y la impotencia, sintieron en el corazón una energía que nunca habían probado y se abrieron a la solidaridad. Organizaron un grupo de familias con las cuales afrontar la situación, ayudando y llevando de comer a los jóvenes de la plaza Plazpitz, que era entonces el infierno de la droga en Zurich, Suiza. Así fue como un día encontraron allí a su hijo, harapiento y extenuado. Fue entonces que, con la ayuda de otras familias, pudieron comenzar a recorrer hasta el final el largo camino de su liberación.

Chiara Lubich

 

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