¿No te pasó alguna vez que, al recibir un regalo de un amigo, sentiste la necesidad de retribuírselo, pero no como quien salda una deuda, sino por amor verdadero y agradecido? Estoy segura que sí.
Si esto es lo que te sucede a ti, imagínate lo que sucede a Dios, a Dios que es Amor. El siempre retribuye todo lo que damos a nuestros prójimos en su nombre. Esta es una experiencia que los verdaderos cristianos hacen con frecuencia. Y siempre es una sorpresa. Nunca nos podremos acostumbrar a la inventiva de Dios. Podría darte mil, diez mil ejemplos, podría escribir un libro al respecto. Verías qué cierta es esa imagen de «una buena medida, apretada, sacudida y desbordante», significando la abundancia con la cual Dios retribuye, su magnanimidad.
Ya se había hecho de noche en Roma. En el pequeño departamento donde ese grupo de chicas que se habían propuesto vivir Evangelio, se estaban yendo a dormir, suena el teléfono. ¿Quién podía ser a esa hora? Era un señor que llamaba a la puerta, desesperado: al día siguiente lo echarían de la casa, con toda su familia, porque no podía pagar el alquiler. Las chicas se miraron y, en un acuerdo tácito, abrieron el cajón donde habían guardado el resto de sus sueldos y una suma para gas, teléfono y luz, y se lo dieron todo al hombre sin pensarlo dos veces. Esa noche durmieron felices, Alguien se habría ocupado de ellas. Todavía no había amanecido cuando volvía al llamar aquel señor, esta vez por teléfono. Era para decirles, «tomo un taxi y voy para allá». Intrigadas por el medio que usaba para trasladarse, lo esperaron. Cuando llegó, la cara del hombre sugería que algo había cambiado: «Anoche, ni bien llegué a casa, me encontré con una herencia que no entraba en mis cálculos y sentí muy fuerte que tenía que darles la mitad a ustedes». La suma era exactamente el doble de lo que ellas le habían dado generosamente.

«Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante».

¿También tú has hecho la prueba? Si no la hiciste, recuerda que lo que des tiene que ser desinteresadamente, a quien te pide, sin esperar recompensa. Haz la prueba, pero no para ver el resultado, sino por amor a Dios.
«Pero, si yo no tengo nada…», podrías pensar.
No es cierto. Si queremos tenemos tesoros inagotables: nuestro tiempo libre, nuestro corazón, nuestra sonrisa, nuestro consejo, nuestra cultura, nuestra paz, nuestra palabra convincente al que tiene para que dé al que no tiene…
También podrías decir: no sé a quién dar.
Mira a tu alrededor: ¿te acuerdas de aquel enfermo del hospital, de esa señora viuda que siempre está sola, de ese compañero al que le fue mal en el examen y quedó tan desmoralizado, de ese joven desocupado siempre triste, de tu hermanito que necesita ayuda, del amigo que está en la cárcel, del principiante indeciso? Allí Cristo te está esperando.
Asume el comportamiento nuevo del cristiano que emana de todo el Evangelio y que es el «anti-encierro». Renuncia a basar tu seguridad en los bienes de la tierra y apóyate en Dios. En esto se manifestará tu fe en él, que pronto se verá confirmada por la recompensa que te llegará.
Lógicamente, Dios nos se comporta de esta manera para enriquecerse o enriquecernos. Lo hace para que otros, muchos otros, al ver lo pequeños milagros que provoca nuestro dar, hagan lo mismo.
Lo hace porque, en la medida que tengamos más, podremos dar más y -como verdaderos administradores de los bienes de Dios- hagamos circular todo en la comunidad que nos rodea, hasta que se pueda decir de nosotros, como de la primera comunidad de Jerusalén: «entre ellos no había ningún necesitado». ¿No sientes que con esto tú también estás dando un «alma» segura a la revolución social que el mundo espera?
«Den y se les dará». Seguramente Jesús pensaba, en primer lugar, en la recompensa que tendremos en el Paraíso, pero lo que sucede en esta tierra ya es un preludio y una garantía de ella.

Chiara Lubich

 

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