No creas que, porque andas por las calles del mundo, puedes mirar tranquilamente cuanto afiche se te presente o comprarte en el kiosco o la librería cualquier publicación indiscriminadamente. No creas que, porque estás en el mundo, cualquier estilo de vida del mundo pueda ir contigo: las experiencias facilistas, la inmoralidad, el aborto, el divorcio, el odio, la violencia, el robo… No, no. Estás en el mundo. ¿Quién no lo advierte? Pero eres un cristiano, por lo tanto no eres «del mundo».
Y esto implica una gran diferencia. Esto te ubica entre aquellos que se alimentan no de las cosas que son del mundo, sino que las que te va expresando la voz de Dios dentro de ti. Esa voz que está en el corazón de todo hombre y que te hace entrar -si la escuchas- en un reino que no es de este mundo, donde se vive el amor verdadero, la justicia, la pureza, la mansedumbre, la pobreza, donde está vigente el dominio de uno mismo.
¿Por qué tantos jóvenes se sienten atraídos por religiones orientales para encontrar un poco de silencio y captar el secreto de ciertos grandes espirituales que, por la larga purificación de su yo inferior, traslucen un amor que impresiona a todos los que se les acercan?
Es la reacción natural al bullicio del mundo, al estrépito que vive fuera y dentro de nosotros, que no deja espacio al silencio para oír a Dios. ¿Pero acaso es realmente necesario ir a Oriente, cuando hace dos mil años Cristo te ha dicho: «Renuncia a ti mismo…, renuncia a ti mismo»? El mundo te lleva por delante como un río torrentoso y tienes que caminar contra corriente. El mundo es para el cristiano como una selva espesa en la cual hay que mirar dónde se ponen los pies. Y ¿dónde hay que ponerlos? En esas huellas que Cristo mismo te ha marcado al pasar por esta tierra: sus palabras. Hoy él te vuelve a decir:

«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo…»

Esto tal vez te exponga a que los demás te desprecien, no te comprendan, se burlen, te calumnien; esto te aislará, te invitará a perder la cara, a dejar un cristianismo acomodaticio. Pero además:

«… que cargue con su cruz cada día y que me siga».

Lo quieras o no, el dolor amarga la existencia de cualquiera. También la tuya. Y los pequeños y grandes dolores sobrevienen todos los días.
¿Quieres escaparles? ¿Te rebelas? ¿Te llevan a maldecir? Entonces, no eres cristiano, no eres cristiana.
El cristiano ama la cruz, ama el dolor, aún en medio de las lágrimas, porque sabe que tienen valor. No por nada, entre los innumerables medios que Dios tenía a su alcance para salvar a la humanidad, eligió el dolor. Pero él – recuérdalo – después de haber cargado la cruz y haber sido clavado en ella, resucitó. La resurrección es también tu destino, si en lugar de despreciar el dolor que te acarrea tu coherencia cristiana y todo lo que la vida te manda, sabes aceptarlo con amor. Verás entonces que la cruz es camino, ya desde esta tierra, hacia una dicha como nunca has probado; la vida de tu alma comenzará a crecer; el reino de Dios en ti adquirirá consistencia y poco a poco el mundo, afuera, desaparecerá de tu vista o te parecerá de cartón. Y ya no envidiarás a nadie. Entonces te podrás llamar, verdaderamente, seguidor de Cristo.

«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y que me siga».

Entonces, como ese Cristo al cual has seguido, serás luz y amor para las innumerables llagas que hieren hoy a la humanidad.

Chiara Lubich

 

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