En el Antiguo Testamento el fuego simboliza la palabra de Dios pronunciada por el profeta. Pero también el juicio divino que purifica a su pueblo, al pasar por en medio de él.
Así es la palabra de Jesús: construye, pero al mismo tiempo destruye lo que no tiene consistencia, lo que tiene que caer, lo que es vanidad y deja en pié sólo la verdad.
Juan Bautista había dicho: «él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego», preanunciando el bautismo cristiano inaugurado el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu santo y la aparición de las lenguas de fuego.
Esa es, por lo tanto, la misión de Jesús: arrojar fuego a la tierra, traer al Espíritu Santo con su fuerza renovadora y purificadora.

«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»

Jesús nos da el Espíritu, pero el Espíritu, ¿cómo actúa?
Lo hace difundiendo en nosotros el amor. Ese amor que, por deseo suyo, tenemos que mantener encendido en nuestros corazones.
¿Cómo es este amor?
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal, como el del Padre celestial que envía lluvia y sol a todos, tanto a los buenos como a los malos, incluso a los enemigos.
Es un amor que no espera nada de los demás, sino que siempre tiene la iniciativa, ama primero.
Es un amor que se hace uno con cualquier persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa con ella, espera con ella. Y, cuando es necesario, lo hace con hechos, concretamente. Un amor, por lo tanto, no simplemente sentimental, no sólo de palabras.
Un amor por el cual se ama a Cristo en el hermano, en la hermana, recordando su: «lo hicieron conmigo».
Es un amor que, además, tiende a la reciprocidad, a realizar con los demás el amor recíproco.
Es ese amor que, por ser expresión visible, concreta, de nuestra vida evangélica, subraya y da valor a la palabra que luego nosotros podremos y deberemos ofrecer para evangelizar.

«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»

Lo importante en el amor, como en el fuego, es que se mantenga encendido. Para lograrlo hace falta quemar siempre algo. Antes que nada nuestro yo egoísta, lo cual que se logra amando, porque entonces se está completamente volcado en el otro: volcado en Dios, haciendo su voluntad, o volcado en el prójimo, ayudándolo.
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, si se alimenta, puede convertirse en un gran incendio. Ese incendio de amor, de paz, de fraternidad universal que Jesús ha traído a la tierra.

Chiara Lubich

 

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