Esta es la respuesta de Jesús ante la primera de las tentaciones en el desierto, luego de haber ayunado “cuarenta días y cuarenta noches”. Por otra parte, se trata de lo más elemental, el hambre. Por eso mismo, la propuesta del tentador es la de utilizar sus poderes para convertir las piedras en panes. ¿Qué mal habría en satisfacer una necesidad que es propia de la condición humana?
Sin embargo, Jesús advierte la insidia que se esconde detrás de la propuesta: se trata de la sugerencia de instrumentalizar a Dios, pretendiendo que él se ponga solamente al servicio de nuestras necesidades materiales. En otras palabras, se le pide a Jesús que haga las cosas por su cuenta, en un gesto de autonomía, en lugar de abandonarse como un hijo en el Padre.
Por eso la respuesta de Jesús es también una respuesta a todos nuestros interrogantes ante el hambre del mundo, y a la cada vez más dramática exigencia de alimentos, de casa, de ropa para millones de seres humanos. Sin embargo él, que dará de comer a una multitud con el milagro de la multiplicación de los panes, y que basará el juicio final incluso sobre el dar de comer al hambriento, nos dice que Dios es más grande que nuestra hambre y que su Palabra es el primer alimento esencial para nosotros.

«El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»

Jesús presenta a la Palabra de Dios como alimento. Esta idea, esta comparación de Jesús nos ilumina nuestra relación con la Palabra.
¿Cómo hacer para alimentarnos de la Palabra?
Si el trigo primero es semilla, luego espiga, y finalmente pan, también la Palabra es como una semilla depositada en nosotros que tiene que germinar, es como una porción de pan que se debe comer, asimilar, transformar en vida de nuestra vida.
La Palabra de Dios, el Verbo pronunciado por el Padre que tomó carne en Jesús, es una presencia suya entre nosotros. Cada vez que la acogemos y tratamos de ponerla en práctica es como si nos alimentáramos de Jesús.
Si el pan alimenta y hace crecer, la Palabra alimenta y hace crecer a Cristo en nosotros, nuestra verdadera personalidad.
Habiendo venido Jesús a la tierra y habiéndose hecho nuestro alimento, ya no nos puede bastar un alimento natural como el pan. Para crecer como hijos de Dios tenemos necesidad del alimento sobrenatural que es la Palabra.

«El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»

Es tal la naturaleza de este alimento que de él se puede decir, como de Jesús en la Eucaristía, que cuando comemos de él no se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que nos transformamos en él porque, de alguna manera, somos asimilados por él.
Por eso el Evangelio no es un libro de consuelo donde uno se refugia únicamente en los momentos dolorosos, sino que es el código que contiene las leyes de la vida, leyes que no sólo hay que leer, sino asimilar, comer con el alma, con lo cual nos hacemos semejantes a Cristo momento a momento.
Por eso se puede ser otros él poniendo en práctica plenamente y al pie de la letra su doctrina. Son Palabras de un Dios, con la carga de una fuerza revolucionaria, insospechada.
Esto es lo que tenemos que hacer: alimentarnos de la Palabra de Dios. Por otra parte, así como hoy el alimento necesario a nuestro cuerpo puede ser concentrado en una píldora, también podemos alimentarnos de Cristo viviendo cada vez aunque sea una sola de sus Palabras, porque él está presente en cada una de ellas.
Hay una Palabra para cada momento, para cada situación de nuestra vida. La lectura del Evangelio nos lo podrá revelar.
Vivamos por de pronto el amor al prójimo por amor a Dios, que es como el concentrado de todas las Palabras.

Chiara Lubich

 

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