En esta perla del Evangelio que es la conversación con la samaritana, junto al pozo de Jacob, Jesús habla del agua como del elemento más simple, pero que evidentemente es el más deseado, más vital para el que está habituado al desierto. No necesita extenderse en explicaciones para hacer entender lo que significa el agua.
El agua de manantial es para nuestra vida natural, mientras que el agua viva, de la que habla Jesús, es para la vida eterna.
Así como el desierto sólo florece luego de una lluvia abundante, del mismo modo las semillas depositadas en nosotros por el bautismo sólo pueden germinar si las riega la Palabra de Dios. Entonces la planta crece, saca nuevos brotes y toma la forma de un árbol o de una hermosa flor. Y todo esto porque recibe el agua viva de la Palabra que suscita la vida y la mantiene por la eternidad.

«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»

Jesús dirige estas palabras a todos nosotros, sedientos de este mundo: a los que son conscientes de su aridez espiritual y sienten que todavía no han apagado su sed, como también a aquellos que ni siquiera advierten la necesidad de beber de la fuente de la vida verdadera y de los grandes valores de la humanidad.
En el fondo, Jesús dirige su invitación a todos los hombres y mujeres de hoy, haciéndonos ver dónde podemos encontrar la respuesta a nuestros porqués, la satisfacción plena de nuestros deseos.
Es nuestra tarea, entonces, abrevar en sus palabras y dejarnos embeber de su mensaje.
¿Cómo?
Reevangelizando nuestra vida, confrontándola con sus palabras, tratando de pensar con la mente de Jesús y de amar con su corazón.
Cada momento en el cual tratamos de vivir el Evangelio es una gota de agua viva que bebemos.
Cada gesto de amor a nuestro prójimo es un sorbo de esa agua.
Sí, porque esa agua tan viva y preciosa tiene la particularidad de que brota de nuestro corazón cada vez que lo abrimos al amor hacia todos. Es una vertiente – la de Dios – que mana agua en la medida en que su vena profunda sirve para saciar la sed de los demás, con pequeños o grandes actos de amor.

«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»

Se comprende entonces que, para no padecer sed, hay que dar el agua viva que obtenemos de él en nosotros mismos.
A veces bastará una palabra, una sonrisa, un simple gesto de solidaridad, para volver a probar una sensación de plenitud, de satisfacción profunda, un estremecimiento de alegría. Y, si seguimos dando, esta fuente de paz y de vida dará agua cada vez con mayor abundancia, sin agotarse nunca.
Hay además otro secreto que Jesús nos ha revelado, una especie de pozo sin fondo al cual acudir. Cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, él está en medio de ellos. Entonces nos sentimos libres, uno, plenos de luz y torrentes de agua viva brotan de nuestro seno. Es la promesa de Jesús que se verifica porque es de él mismo, presente en medio nuestro, de donde brota agua que sacia la sed por la eternidad.

Chiara Lubich

 

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