Estamos en Insbruck, en pleno invierno. Son las 22, y afuera hace un frío terrible. Me arrebujo en mi cálido abrigo y trato de llegar velozmente a casa. Un hombre joven me bloquea el paso y me pide que le compre su estufa por 300 chelines. Me explica que si ese día no paga el alquiler, la dueña de casa lo deja en la calle.
Mi primera reacción es “lo lamento pero no puedo”. En la billetera tengo exactamente 323 chelines, dinero que debe alcanzarme para cubrir los gastos de la segunda mitad de febrero. Cada chelín está contado para comprar los alimentos de primera necesidad como pan, leche, etc. Mis amigos están de vacaciones, y no tengo a quién pedirle prestado.
Mientras me alejo pienso que yo por lo menos tengo una habitación caliente, mientras ese hombre no tiene nada. Recuerdo las palabras del Evangelio “Den y se les dará”. Me doy vuelta y lo llamo; le doy el dinero; la estufa puede quedársela.

Volviendo a casa siento que mi angustia crece: no tengo idea de cómo puedo llegar al último día del mes. Pero apenas llego, qué encuentro: un gran bolsón colgado en la puerta de mi habitación. !Sorpresa! Tiene pan, carne, huevos, queso, miel, manteca: todo con lo que sueña un estudiante hambriento.
Hasta hoy todavía no descubrí quien colgó ese bolsón en la puerta de mi habitación.

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