Estas palabras marcan el comienzo de la divina aventura de María. El ángel acaba de revelarle el proyecto de Dios sobre ella: ser madre del Mesías. Antes de dar su consentimiento, María ha querido tener constancia de que fuera realmente la voluntad de Dios y, una vez comprendido que era eso lo que él quería, no dudó un momento en adherir plenamente. Desde entonces María ha seguido abandonándose completamente al querer de Dios, aún en los momentos más dolorosos y trágicos.
Precisamente porque cumplió, no su voluntad, sino la voluntad de Dios, porque puso toda su confianza en lo que Dios le pedía, todas las generaciones la llaman feliz (cf. Lc 1,48) y ella se realizó plenamente hasta llegar a ser la Mujer por excelencia.
En efecto, éste es precisamente el fruto de cumplir la voluntad de Dios: se realiza nuestra personalidad, conquistamos nuestra libertad, alcanzamos nuestro verdadero ser. De hecho, Dios nos ha pensado desde siempre a cada uno, nos ha amado desde toda la eternidad; desde siempre tenemos un lugar en su corazón. También a nostros Dios nos quiere revelar, como a María, lo que ha pensado de cada uno, quiere hacernos conocer nuestra verdadera identidad. “¿Quieres que yo haga de ti y de tu vida una obra maestra? – parece decirnos –. Sigue el camino que te indico y llegarás a ser lo que siempre has sido en mi corazón. Yo te he pensado y amado, he pronunciado tu nombre, desde toda la eternidad. Diciéndote mi voluntad te revelo tu verdadero yo”.
Por eso su voluntad no es, entonces, una imposición que coarta, sino la manifestación de su amor por nosotros, de su proyecto sobre nosotros; y es sublime como Dios mismo, fascinante y extasiante como su rostro: es Dios mismo que se da. La voluntad de Dios es un hilo de oro, una trama divina que entreteje toda nuestra vida terrenal y continúa más allá; va de la eternidad a la eternidad; primero en la mente de Dios, luego en esta tierra y, finalmente, en el Paraíso.
Pero, para que el plan de Dios se realice plenamente pide mi consentimiento, tu consentimiento, como se lo pidió a María. Sólo así se realiza la palabra que ha pronunciado sobre mí, sobre ti. También nosotros, como María, estamos llamados a decir, entonces:

«Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»

Ciertamente no siempre nos resulta claro cuál es su voluntad. También nosotros, como María, tendremos que pedir luces para comprender lo que Dios quiere. Hay que escuchar bien su voz dentro de nosotros, con total sinceridad, buscando el consejo a quien puede ayudarnos, si es necesario. Pero una vez comprendida su voluntad hay que decirle enseguida que sí. Si hemos comprendido, en efecto, que su voluntad es lo más grande y más hermoso que puede darse en nuestra vida, no nos “resignaremos” a tener que hacer la voluntad de Dios, sino que nos alegrará “poder” hacer la voluntad de Dios, poder seguir su proyecto, de modo que suceda lo que él ha pensado para nosotros. Es lo mejor, lo más inteligente que podemos hacer.
Las palabras de María –“Yo soy la servidora del Señor”– son entonces nuestra respuesta de amor al amor de Dios. Ellas nos mantienen siempre con la mirada puesta en él, a la escucha, en obediencia, con el único deseo de realizar lo que él quiere para ser como él nos quiere.
A veces, sin embargo, lo que él nos pide puede parecernos absurdo. Creemos que sería mejor hacer de otra manera, querríamos tomar nosotros en manos nuestra vida. Hasta tendríamos ganas de darle consejos a Dios, de decirle nosotros cómo hacer o no hacer. Pero si creo que Dios es amor pongo mi confianza en él, sé que todo lo que predispone en mi vida y en la vida de todos los que me rodean es por mi bien, por su bien. Entonces me entrego a él, me abandono con plena confianza en su voluntad y la quiero con todo mi ser, hasta ser una misma cosa con ella, sabiendo que dar acogida a su voluntad es recibirlo a él, abrazarlo, alimentarse de él.
Nada, hay que creerlo, sucede por casualidad. Ningún acontecimiento gozoso, indiferente o doloroso, ningún encuentro, ninguna situación de familia, de trabajo, de escuela, ninguna condición de salud física o moral es sin sentido. En cambio todo –acontecimientos, situaciones, personas– trae un mensaje de parte de Dios, todo contribuye a la realización del plan de Dios, que descubriremos poco a poco, día a día, haciendo, como María, la voluntad de Dios.

«Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»

“Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.
¿Cómo vivir esta Palabra, entonces? Nuestro sí a la Palabra de Dios significa concretamente hacer bien, por completo, en cada momento, la acción que la voluntad de Dios nos pide. Ponerse con todo en esa obra, eliminando cualquier otra cosa, dejando de lado pensamientos, deseos, recuerdos, acciones que no tengan que ver con ello.
Ante cada voluntad de Dios dolorosa, gozosa, indiferente, podemos repetir: “que se cumpla en mí lo que has dicho”, o bien, como nos ha enseñado Jesús en el Padre Nuestro: “hágase tu voluntad”. Digámoslo antes de cada acción que emprendemos: “venga”, “hágase”. Entonces realizaremos momento a momento, piedrita a piedrita, el maravilloso, único e irrepetible mosaico de nuestra vida que el Señor ha pensado desde siempre para cada uno de nosotros.

Chiara Lubich

 

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