“Ha dado la vida por su hermano”. Así titulaban los periódicos el trágico episodio de la muerte del Padre Nelson. Y así fue. Era párroco, director espiritual del seminario y capellán del hospital de Armenia, en Colombia. Una sobrina que trabajaba como su secretaria cuenta: “Murió viviendo la Palabra del Evangelio: dar la vida por los hermanos. Él siempre nos decía que teníamos que vivir por los otros y no por nosotros mismos”.

Los ladrones, entrando en la casa parroquial, habían encerrado al P. Nelson en el baño para no ser molestados. Su hermano, casado y con hijos, vive a menos de 200 metros de la casa parroquial. Alguien le avisa que en la parroquia estaba sucediendo algo extraño, y entra escondido por la puerta de atrás: enseguida se ve con una pistola apuntada. Nelson, escuchando a su hermano aprovecha la confusión, fuerza la puerta del baño y se interpone entre ellos y su hermano diciendo a los ladrones: “�No le hagan daño!” Los ladrones disparan y lo hieren en el pecho.
Era la mañana del 22 de marzo. Al día siguiente, a pesar de una tormenta tropical violentísima, la catedral estaba repleta de gente que lloraba a Nelson por el amor recibido de él.

Un amor fruto de una madurez profunda y de una voluntad constante, probada desde los primeros años de su vida. Recorremos a grandes líneas su historia, a través de los mismos recuerdos del Padre Nelson, narrados hace algunos años en una entrevista para Città Nuova durante su estadía en Italia para estudiar pastoral sanitaria:
«En la familia éramos 7 y vivíamos del trabajo de mi papá, un campesino. Éramos muy pobres, pero confiábamos en Dios y ese poco que teníamos estábamos contentos de compartirlo con quien tenía más necesidad que nosotros. Siempre recordaré un manzano de nuestro huerto cuyos frutos, sabrosísimos, los teníamos prohibidos, pues estaban reservados exclusivamente para los enfermos de la parroquia».

Para Nelson la pobreza vivida así, evangélicamente, se transformó en una escuela de verdadera humanidad. Más difícil en cambio fue su relación con la enfermedad, con la que tuvo que entrar en confianza tempranamente:
«Tenía seis años cuando, debido a un virus que ataca el sistema nervioso central, se me paralizaron las articulaciones por varios meses. Es una enfermedad siempre al acecho, que me obliga a estar continuamente bajo un tratamiento. Con los años se suman otras enfermedades, tuve que someterme a cuatro operaciones a los ojos. Por lo tanto sé algo de medicinas, de terapias, de convalecencias en el hospital. Pero entonces, siendo tan joven, no entendía muy bien el sentido de este sufrimiento, que me impedía vivir como mis coetáneos, y estaba más bien asustado».

Estando de novio y con la perspectiva de formarse una familia, en cambio, se siente llamado a una donación más universal. Entiende que quizás su camino es otro. Y es así que con 21 años decide hacerse sacerdote.
En los primeros años del seminario, en Manizales, la salud no parece crearle problemas. Sólo que, terminando los estudios de Filosofía y al inicio del año de experiencia pastoral, un nuevo ataque de su viejo mal lo obliga a ir al hospital, paralizado.
«Si bien los médicos me aseguraban que me habría restablecido y que habría podido conducir una vida normal, caí en la crisis más negra: veía todo mi futuro en riesgo».

Precisamente en ese período, gracias a un sacerdote amigo que vive la espiritualidad de los Focolares, profundiza en un aspecto de la pasión de Cristo. Identificándose con Él, reconociéndolo en cada dolor personal y de los demás y acogiéndolo, por amor, en su vida, experimenta un verdadero renacimiento interior: “Todo sufrimiento, físico o moral, adquiere un sentido para mí: y de allí una fuerza interior insólita, una sensación de paz e incluso de alegría. Había descubierto el tesoro más precioso, y aunque no hubiese llegado a ser sacerdote no me faltaba nada para realizarme como cristiano».

Del 1983 al 1993 se donará sin reservas a la diócesis: vicepárroco en una gran parroquia de 10 mil almas, capellán del hospital, formador en el Seminario Mayor de Armenia, a cuya fundación contribuye.
Una etapa fundamental es cuando, no sin dudarlo, Nelson decide actuar un viejo proyecto: el de frecuentar en el Camillianum de Roma un curso de pastoral sanitaria. Es una elección “preparada” por la experiencia hecha hasta ahora en carne propia, y además va al encuentro de una pregunta que para él es fundamental: �cómo vivir en modo “sano”, desde el punto de vista espiritual, la enfermedad, y así también la muerte como paso de esta vida a la otra?
«Entre nosotros no había sacerdotes preparados en este campo, y sólo el deseo de poder servir mejor a mis hermanos me convenció de afrontar durante dos años, en mis condiciones, las incógnitas de una estadía más allá del océano».

En agosto del ’93, habiéndose restablecido, Nelson empieza sus estudios romanos. Pero no es todo: viviendo junto a un sacerdote argentino y a uno holandés, tiene la posibilidad también de poner en práctica la espiritualidad de la unidad que ya lo había atraído en Colombia. Es una experiencia que lo afina, preparándolo para ser un apóstol especial: entre los enfermos de SIDA. No es fácil trabajar con ellos: son personas de una sensibilidad exasperada, que viven su drama en la plena conciencia de lo que les espera, y con quienes no se puede fingir.
Conocerá a muchos de ellos en este período, y con cada uno una palabra, un silencio, el compartir profundamente ese dolor, la ayuda para reconciliarse con Dios.

Regresando a Colombia Nelson, por deseo de su Obispo, se encargará de la pastoral sanitaria a nivel diocesano, pero su continua donación no se detiene allí.
El dar la vida no se improvisa, y, como en tantos años de experiencia con las personas más variadas, Nelson nos ha saludado con un último heroico acto de amor.

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