Un día viene a visitarme un amigo que me confía un gran dolor: sus padres están al borde del divorcio, después de una traición del papá durante un viaje de trabajo al extranjero. Además del dolor de ver el decaimiento del amor entre sus padres, le resulta insoportable la idea de que otra persona decida con cuál de ellos deberá ir a vivir, separándose así de su hermano a quien se siente especialmente unido.

Me siento involucrado en esa situación y experimento una profunda tristeza que no logro alejar. Además mi amigo no es creyente y temo empeorar la situación hablándole de Dios. Me arriesgaría a ser malentendido. Pero como cristiano siento el deber de trasmitir a todos el amor de Dios, yendo más allá de cualquier límite.

Finalmente, con esta luz que aclara las tinieblas, logro reconocer en C. el rostro de Jesús crucificado y abandonado, y encuentro la fuerza para decirle: “Yo, como cristiano, donaría a Dios mi dolor; pondría el problema en sus manos, para que su voluntad pueda realizarse bien, con la confianza de que cualquier cosa que Él me reserve para el futuro será lo mejor”.
Su respuesta fue: “Yo seré ateo, �pero tú debes estar realmente loco!”.
No me desanimo e insisto: “Ánimo, vale la pena intentarlo, simplemente di a Jesús: ‘Este dolor lo pongo en tus manos’; y después quédate tranquilo a la espera de que los acontecimientos maduren”. Antes de regresar a casa le digo que me puede llamar por teléfono en cualquier momento, si tiene necesidad de ayuda.

Cuando se va ciertamente la tempestad de su corazón no se ha aplacado. Al día siguiente, para mi gran alegría, me llama por teléfono para decirme que se encontró, obligado por la situación, a donar a Dios su dolor. Me siento más aliviado. Después de otros dos días, recibo una segunda llamada telefónica en la que me dice que no tendrá lugar ni la separación del hermano, ni el divorcio. La mamá encontró la fuerza para perdonar al papá y se reconciliaron.

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