El nuevo trabajo como técnico dental había comenzado de la mejor manera: buen sueldo y perspectivas interesantes. Pero después de algunos meses el idilio decae porque mi jefe, primero algunas veces, y después casi todos los días me repite: “Usted trabaja demasiado lentamente y los colores de los dientes no son como deberían”. No entiendo. Todas las mañanas, cuando se distribuye el trabajo, veo que no confía en mí y que me despediría con gusto. Al entregar los trabajos, en la tarde, después de una jornada de intenso trabajo, casi siempre tengo que hacer todo de nuevo. He vivido meses de íntima tensión, de lucha interior: me siento tentado de rebelarme, aumentan los juicios hacia mi jefe, pero trato de “cortar” para “volver a empezar” cada día.

Una mañana de invierno, yendo al trabajo, empieza a llover fuerte: ese temporal parece la imagen de la escena que vivo dentro. Recuerdo la imagen de Jesús crucificado que desde hace años tengo en mi habitación y que muchas veces en esos días he mirado sin encontrar una respuesta, como Él, por otro lado, cuando gritó al Padre su abandono, pero se volvió a abandonar en Él, creyendo en Su amor. Así poco a poco dentro de mí se abre paso una idea: “Sigue amando y, no obstante todo ?no te detengas!”.

Llegando al trabajo, trato de asumir los consejos de mi jefe, sin esa sutil desconfianza que desde hace meses me acompaña. Encuentro una libertad interior que desde hacía tiempo había perdido.
Algún tiempo después me llama para decirme que había ido donde el oculista y que el médico le había descubierto un defecto en la vista: era eso lo que le procuraba tensión y alteraba los colores. Por lo tanto era ésta la causa principal de nuestras discusiones y de tantas noches de trabajo de más. Algunos días después, en un momento de íntimo coloquio, entre otras cosas, me dice: “Yo estoy llegando a la edad de pensionarme y he pensado proponerle a usted que asuma mi empresa, porque he visto que usted ante las dificultades no se rinde”.

F. L.

 

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