R. C. desde hace 28 años está en Brasil, en un barrio marginal de una gran ciudad. “Si aquí hay tanto dolor, si aquí es Viernes Santo, aquí nacerá tanta vida y resurrección”. Abre la “Casa do Menor”: acoge a muchachos víctimas de la droga, la prostitución, el narcotráfico y de muerte precoz.  Muchachos a menudo violentos, porque nunca nadie los ha amado.

«Una noche, regresando del centro de la ciudad, detengo el automóvil arriba de un puente sobre la autopista: miro las luces del barrio, escucho los ruidos y los gritos de dolor. Siento rechazo, repulsión e impotencia. Todos los días muertos, sufrimiento sin solución.  Me dan ganas de escapar.

Repentinamente entiendo que este dolor inmenso es un gran Cristo desfigurado y sufriente que grita su abandono en este barrio abandonado por todos y aparentemente también por Dios. Una luz: si hay tanto dolor, si aquí es Viernes Santo, aquí nacerá tanta vida y resurrección. Este dolor me atrae. Acelero el auto. Voy a la estación: encuentro tantos muchachos y muchachitas que se drogan, tienen relaciones sexuales. Corren a mi encuentro, abrazándome… Sentado en medio de ellos que apestan a ‘pega’, me siento en adoración ante Jesús, presente en esta plaza en su rostro más inaceptable. Porque Él ha dicho: “Todo aquello que hagas al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hiciste”.

Regreso a casa. Me espera un adolescente. Me entrega un arma: «Toma esta pistola. Ya no quiero robar ni matar más».

Otra noche, apenas regreso, me avisan que le dispararon a Pirata, un muchacho que había acogido en casa en le momento en que la policía lo estaba persiguiendo para matarlo. Pero había cambiado: se había bautizado y se estaba preparando para la Primera Comunión. Veo la sangre delante de mi casa. Tiemblo y corro al hospital. Lo encuentro sobre una piedra helada con un disparo de revólver en la cabeza.

Un muchacho me busca. Me dice, azorado, que en mi parroquia ya han sido asesinados 36 muchachos sólo en el mes de marzo. Me presenta una lista de otros 40 “que faltan por morir”. «El primer nombre en la lista es el mío –dice -. Yo no quiero morir. ¿Ustedes no hacen nada?». Pienso a cuando, hace un año, fui a sepultar, en un solo día, a 9 muchachos asesinados por la policía. Estoy allí para absorber un dolor sin explicación y ofrecerlo, como María a los pies de la Cruz, impotente en su dolor.

También yo he sido amenazado de muerte y de secuestro más de una vez. Permanezco tranquilo y siento que, con la gracia de Dios, estoy dispuesto realmente a dar la vida. Un día, mientras celebro la Misa, entiendo: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre…”. No sólo el cuerpo de Jesús… debo estar dispuesto a dar mi cuerpo. Pero quizás Dios no quiere todavía mi martirio: sino dar la vida en pequeños gestos de amor, de perdón, de capacidad de volver a empezar con los muchachos que me parece que no quieren nada de la vida o que no logran salir adelante en el tiempo que quisiéramos.

A un cierto punto, regreso a Italia, porque hace tiempo que no estoy bien de salud. Incluso mi cabeza ya no funciona. ¡Y me importa mucho mi cabeza! Un médico me examina y me dice con firmeza: «En estas condiciones ya no puede regresar a Brasil».

Es como si Dios me dijera: “Hazte a un lado. La Casa do Menor es una obra mía, no tuya. Hasta ahora eras tú el protagonista. Ahora deja que sea yo quien la lleve adelante”. Y la ‘Casa do Menor’ mejora, y mucho, en el período de mi larga ausencia.

Regreso, y sigo diciendo sí a Dios todas las veces que tengo que enterrar a muchachos que no hemos logrado salvar o que han regresado a la calle o a la droga después de que les hemos dado tanto amor. ¿Para qué sirve amar si no hay resultados? Pero yo no debo pretender cambiar a nadie, sólo debo amar.

Junto a un religioso y a miembros de una nueva familia espiritual que está naciendo, voy de noche por las calles de la gran ciudad. Encontramos situaciones cada vez más dramáticas de muchachos a quienes nosotros queremos, porque nadie los quiere. Asistimos a verdaderos milagros: drogadictos o traficantes de droga que renacen a una vida nueva. Nos convertimos en signo y modelo de políticas sociales y desde muchas partes nos llaman porque tenemos algo que hace la diferencia.

Para decir la verdad, cuando conocí el Movimiento de los Focolares, no entendía por qué Chiara Lubich había elegido a Jesús, que en la cruz grita el abandono del Padre, como único ‘todo’ de su vida. Después, poco a poco, he descubierto que Jesús abandonado es el Dios-Hombre que da la vida, amando hasta el final sin esperar nada. Si resisto en ese barrio sangriento y con mil rostro de sufrimiento, es porque he descubierto su rostro y lo amo”.

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