En el hospital tenía que hacer guardias nocturnas con otro médico que se decía cristiano, pero que no era practicante y a menudo, viéndome participar en la Misa casi todos los días, me tomaba el pelo.

Teníamos que permanecer disponibles toda la noche, pero él me dejaba sólo ya al final de la tarde y esto para mí quería decir mucho más trabajo. No era justo, pero “Bienaventurados los pobres de espíritu…” así que traté de mantener hacia él una actitud abierta, sin juicios, un mes, dos…

Un día me dijo que deseaba venir a la Misa conmigo porque: “en estos meses, de tu modo de amar en silencio, he aprendido muchas cosas”. Desde aquél día no volvió a salir del hospital antes de tiempo, e incluso empezó a preocuparse por mí durante la noche para que no me cansara demasiado.

En otro momento compartí la habitación con un médico de religión islámica. Varias veces me hizo notar que nuestro modo de vivir la Cuaresma es mucho más suave que el Ramadán de ellos. Mientras tanto me enteré que su madre había muerto hacía un año y no tenía a nadie que se ocupara de su ropa y de sus cosas personales. De hecho me había dado cuenta que su bata a menudo estaba sucia y que le faltaban algunos botones.

Una noche decidí lavarle la bata, planchársela y pegarle los botones que le faltaban. A la mañana siguiente, lógicamente, le costó reconocer su bata y preguntó quién la había arreglado. Cuando lo supo, vino a abrazarme diciendo: “Ahora entiendo. Amando en silencio has dado un sentido mucho más profundo al ‘mortificarse’ de cuanto yo habría podido imaginar”.

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