n este período de Adviento, como se llama el tiempo que nos prepara para la Navidad, se vuelve a proponer la figura de Juan el Bautista. Había sido enviado por Dios a preparar los caminos para la llegada del Mesías. A los que acudían a él, él les pedía un profundo cambio de vida: “Produzcan los frutos de una sincera conversión”. Y a quien le preguntaba: “¿Qué debemos hacer entonces?, él respondía:

«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto»

¿Por qué darle al otro parte de lo que es mío? Porque el otro, creado por Dios como yo, es mi hermano, mi hermana; por lo tanto, es parte de mí. “No puedo herirte sin hacerme daño”, decía Gandhi. Hemos sido creados como un don el uno para el otro, a imagen de Dios, que es Amor. Llevamos inscripta en nuestra sangre la ley divina del amor. Jesús, viniendo a estar entre nosotros, nos lo ha revelado con claridad cuando nos dio su mandamiento nuevo: “Amense los unos a los otros, así como yo los he amado”. Es la “ley del cielo”, la vida de la Santísima Trinidad traída a la tierra, el corazón del Evangelio. Así como en el cielo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en comunión plena, al punto de ser una sola cosa, del mismo modo nosotros, en la tierra, somos nosotros mismos en la medida en que vivimos la reciprocidad del amor. Y así como el Hijo le dice al Padre: “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío”, también entre nosotros el amor se realiza plenamente cuando compartimos no sólo los bienes espirituales, sino también los materiales.
Las necesidades de un prójimo nuestro son las necesidades de todos. ¿A alguien le falta trabajo? A mí me falta. ¿Alguien tiene la madre enferma? Le ayudo como si fuese la mía. ¿Otros tienen hambre? Es como si yo tuviera hambre y trato de conseguirle alimento como lo haría para mí mismo.
Esta es la experiencia de los primeros cristianos de Jerusalén: “La comunidad de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos”. Comunión de bienes que, si bien no era obligatoria, se vivía entre ellos intensamente. No se trata, como explicará el apóstol Pablo, de quedarse sin lo necesario por sostener a los otros, “sino de que haya igualdad”.
San Basilio de Cesarea dice: “El pan que pones aparte, le pertenece al hambriento; el manto que guardas en tus baúles, le pertenece al que está desnudo; el dinero que tienes escondido, le pertenece a los indigentes”.
Y San Agustín: “Lo que es superfluo para los ricos pertenece a los pobres”.
“También los pobres pueden ayudarse unos a otros: uno puede prestar sus piernas al rengo, otro los ojos al ciego para guiarlo; otro puede, a su vez, visitar a los enfermos”.

«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto»

También hoy podemos vivir como los primeros cristianos. El Evangelio no es una utopía. Lo demuestran, por ejemplo, los nuevos Movimientos eclesiales que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia para hacer revivir, con frescura, la radicalidad evangélica de los primeros cristianos y para responder a los grandes desafíos de la sociedad de nuestros días, donde hay injusticias y pobreza tan marcadas.
Recuerdo que, en los orígenes del Movimiento de los Focolares, el nuevo carisma nos hacía sentir un amor muy particular por los pobres. Cuando encontrábamos alguno por la calle escribíamos su dirección en un anotador para ir más tarde a visitarlos y llevarle ayuda; eran Jesús: “lo hicieron conmigo”. Después de haber ido a visitarlos en sus tugurios, se los invitaba a comer en nuestras casas. Se ponía el mejor mantel, los mejores cubiertos, se preparaba una comida especial. En nuestra mesa, en el primer focolar, se sentaban un pobre y una focolarina, un pobre y una focolarina…
Hasta que, llegado un momento, nos pareció que el Señor nos pedía que nosotras nos volviéramos pobres para servir a los pobres y a todos. Entonces, en una habitación del primer focolar, cada una trajo y puso en el centro lo que le parecía que tenía de más: un tapado, un par de guantes, un sombrero, también un abrigo de piel… ¡Y hoy, para dar a los pobres, tenemos incluso empresas que dan trabajo y distribuyen sus utilidades!
Aunque siempre queda mucho por hacer para “los pobres”.

«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto»

Tenemos muchas riquezas para poner en común, aunque a veces no nos parezca. Tenemos una sensibilidad que afinar, conocimientos que adquirir para poder ayudar concretamente, para encontrar el modo de vivir la fraternidad. En el corazón tenemos afecto que podemos dar, cordialidad que podemos expresar, alegría que podemos comunicar. Tenemos tiempo para poner a disposición, oraciones, riquezas interiores para poner en común con la palabra o por escrito; además, a veces también tenemos cosas, un bolso, lapiceras, libros, dinero, casas, medios de transporte que se pueden poner a disposición… A lo mejor acumulamos muchas cosas pensando que algún día nos pueden resultar útiles, pero mientras tanto al lado nuestro hay alguien que tiene una necesidad urgente.
Así como cada planta sólo absorbe de la tierra el agua que le es necesaria, también nosotros tratemos de tener sólo lo que hace falta. Además, es mejor que cada tanto nos demos cuenta de que falta algo; mejor ser un poco pobres, que un poco ricos.
“Si todos nos conformáramos con lo necesario –decía San Basilio-, y diéramos lo superfluo al necesitado, no habría más ricos ni pobres”.
Hagamos la prueba, comencemos a vivir así. Ciertamente Jesús no dejará de hacernos llegar el céntuplo; tendremos la posibilidad de seguir dando. Al final, nos dirá que todo lo que hemos dado, a cualquiera, se lo hemos dado a él.

Chiara Lubich

 

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