07/12/2003

El 7 de diciembre se cumplen los 60 años del nacimiento del Movimiento de los Focolares, en Trento. Ese 7 de diciembre de 1943, Chiara Lubich, entonces con poco más de 20 años, cuando pronuncia su sí a Dios para siempre, está sola. No podía imaginar entonces la fecundidad que ha surgido. Ahora son millones de personas de todas las edades, categorías sociales, idiomas, razas y credos que en todo el mundo, en 182 países, están comprometidas a suscitar por doquier fragmentos de fraternidad para contribuir a componer en unidad la familia humana que hoy, más que nunca, aspira a la paz.

Chiara escribe en «Vita Trentina»:

�Cuál es mi estado de ánimo? �Qué llevo en el corazón en esta especial circunstancia?
Una honda conmoción, si pienso sólo por un momento ante lo que me encuentro: un pueblo nuevo nacido del Evangelio, esparcido en toda la tierra, una Obra inmensa que ninguna obra humana habría podido hacer surgir. De hecho es “una Obra de Dios”, para la cual he sido elegida de primera, como instrumento suyo siempre “inútil e infiel”.

Y un himno de gratitud a Dios por todo lo que, con mis hermanas y hermanos, he podido ver, experimentar, construir, llevar hacia esa meta con su ayuda.
�Un gracias profundo y sentido por cada cosa Dios mío!

Gracias sobre todo por haberme hecho nacer en tu Iglesia, hija de Dios, por haberme nutrido día tras día de la Eucaristía;
por haber llenado mi vida, desde pequeña, de signos premonitorios del divino carisma que habrías puesto en mí para tantos;
por haberme hecho experimentar las verdades del Evangelio y sus promesas que siempre se verifican;
por haberme donado la alegría del “céntuplo” en todo sentido;
por haberme revelado el secreto de la unidad en tu Hijo crucificado y abandonado;
por haber permitido sufrimientos precursores de una más profunda unión contigo;
por haberme donado una novísima espiritualidad, personal y comunitaria al mismo tiempo, tan actual;
por haberme abierto, con todos los míos, a toda la humanidad, hacia los otros cristianos, hacia los fieles de otras religiones, hacia personas que todavía no son tuyas, pero de buena voluntad;
por el paterno amor de tus Vicarios en la tierra, especialmente de Pablo VI y de Juan Pablo II, y por su bendición sobre nuestra Obra durante años y años;
por haberme bendecida con una larga vida;
por haber perdonado mis pecados.

Gracias por haberme dado, como misión específica, el colaborar con la Iglesia a actuar el Testamento de Tu Hijo: “Que todos sean uno” y de prepararTe amplios fragmentos de fraternidad universal.
Gracias, gracias. La alabanza y la gloria a Ti.

Así Chiara recordaba hace algunos años aquel 7 de diciembre de 1943:

«En la mañana me levanté hacia las cinco. Vestí el mejor traje que tenía, si bien pobre, y me encaminé, atravesando toda la ciudad, hacia el pequeño colegio.
Una tormenta encrudecía, tanto que tuve que abrirme paso empujando la sombrilla hacia delante. También esto tenía un significado. Me parecía que quería decir que el acto que estaba haciendo habría encontrado dificultades.

Llegando al colegio un cambio de escena: un enorme portón se abre por sí solo.Una sensación de alivio y acogida, casi como brazos abiertos de par en par de ese Dios que me esperaba. La iglesita estaba adornada lo mejor posible. En el fondo hondeaba una Virgen Inmaculada. Delante del altar, más allá de la baranda, estaba preparado un reclinatorio.

Antes de la Comunión vi por un momento lo que estaba por hacer: con la consagración a Dios atravesaba un puente, y el puente caía a mis espaldas, no podría regresar atrás, al mundo. Recuerdo que ese abrir los ojos sobre lo que estaba haciendo fue tan fuerte que se me cayó una lágrima en el pequeño misal. Después una alegría secreta. Yo me casaba con Dios.

Creo que hice el camino de regreso a casa corriendo, sólo me detuve a comprar tres claveles rojos para el crucifijo que me esperaba en la habitación. Serían el signo de la fiesta común. Me había casado con Dios. De Él podía esperarlo todo».

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