Actualmente, hay en el planeta alrededor de 30 conflictos armados. Algunos están a la vista de todos, otros son olvidados, pero no por eso menos crueles. Violencia, odio, actitudes belicosas se advierten también muchas veces en países que viven “en paz”.
Todo pueblo, toda persona siente un profundo anhelo de paz, de concordia, de unidad. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos y la buena voluntad, después de milenios de historia seguimos siendo incapaces de alcanzar una paz estable y duradera.
Jesús vino a traernos la paz, una paz –nos dice- que no es como la que “da el mundo”, porque no es solamente ausencia de guerra, de peleas, de divisiones, de traumas. “Su” paz es también eso, pero es mucho más: es plenitud de vida y de alegría, es salvación integral de la persona, es libertad, es fraternidad en el amor entre todos los pueblos. Él mismo es nuestra paz, por eso puede decirnos:

«Les doy mi paz»

Pero, ¿qué hizo Jesús para darnos su paz? Pagó con su persona. Precisamente mientras nos prometía paz, era traicionado por uno de sus amigos, entregado en manos de los enemigos, condenado a una muerte cruel e ingnominiosa. Se puso en medio de los contendientes, se hizo cargo de los odios y las separaciones, derribó los muros que separaban a los pueblos. Muriendo en la cruz, después de haber experimentado por amor a nosotros el abandono del Padre, volvió a unir a los hombres con Dios y entre ellos, trayendo a la tierra la fraternidad universal.
La construcción de la paz nos exige, a nosotros también, un amor fuerte, capaz de amar incluso a aquel que no responde de la misma manera, capaz de perdonar, de ir más allá de la categoría del enemigo, de amar a la patria de los otros como a la propia. Nos exige pasar de ser personas pusilánimes, tal vez concentradas en sus propios intereses y sus propias cosas, a convertirnos en pequeños héroes cotidianos que, día tras día, poniéndose al servicio de los hermanos y las hermanas, están dispuestos a dar si es necesario la vida por ellos. Exige además de nosotros un corazón y unos ojos nuevos para amar y ver en todos a otros tantos candidatos a la fraternidad universal.
Quizás nos preguntemos: “¿ver candidatos a la fraternidad universal también en los consorcistas conflictivos? ¿En los colegas de trabajo que me crean dificultades para que no avance en la carrera? ¿En quien milita en otro partido o en el equipo de fútbol que me enfrenta? ¿En las personas de religiones o nacionalidades distintas a la mía?”.
Sí, todos y cada uno son para mí, hermanos y hermanas. Aquí es donde precisamente comienza la paz, en la relación que yo sea capaz de establecer con cada uno de mis prójimos. “El mal nace en el corazón del hombre”, escribía Igino Giordani, por eso “para desplazar el peligro de la guerra es necesario desplazar el espíritu de agresión, explotación y egoísmo del cual proviene la guerra: se necesita reconstruir una conciencia”.

«Les doy mi paz»

¿Cómo puede Jesús darnos hoy la paz? El puede estar presente en medio de nosotros a través de nuestro amor recíproco, a través de nuestra unidad. De este modo podremos experimentar su luz, su fuerza, su mismo Espíritu, cuyos frutos son: amor, alegría, paz. La paz y la unidad corren a la par.
En este mes, en el cual en buena parte del planeta se reza de modo particular para que se llegue a la comunión plena y visible entre las Iglesias, advertimos aún más fuerte el vínculo entre la unidad y la paz. En los últimos años hemos visto cuánto han trabajado juntos, por la paz, cristianos de distintas iglesias.
¿Cómo dar testimonio, por eso, de esa paz profunda traída por Jesús, si entre nosotros, cristianos, no se da la plenitud del amor, si no somos un solo corazón y un alma sola como en la primera comunidad de Jerusalén?
El mundo cambia si nosotros cambiamos. Por cierto, tenemos que trabajar, de acuerdo a las posibilidades de cada uno, para resolver los conflictos, para elaborar leyes que favorezcan la convivencia de las personas y de los pueblos. Pero, sobre todo, podremos contribuir a la creación de una mentalidad de paz, al poner de relieve lo que nos une, y trabajar juntos por el bien de la humanidad.
Dando testimonio y difundiendo valores auténticos como la tolerancia, el respeto, la paciencia, el perdón, la comprensión, las otras actitudes que se oponen a la paz, caerán por sí mismas
Esa ha sido nuestra experiencia durante la Segunda Guerra Mundial, cuando entre nosotras, unas pocas jovencitas, decidimos vivir sólo para amar. Eramos jóvenes y temerosas, pero apenas nos pusimos con fuerza a vivir la una por la otra, a ayudar a los demás comenzando por los más necesitados, a servirlos aún a costa de la propia vida, todo cambió. En nuestros corazones nació una fuerza nueva y vimos cómo la sociedad comenzaba a cambiar de cara: comenzó a renovarse una pequeña comunidad cristiana, semilla de una “civilización del amor”. Al final es el amor el que triunfa, porque es más fuerte que cualquier otra cosa.
Hagamos la prueba de vivir así este mes, para ser levadura de una nueva cultura de paz y justicia. Veremos renacer en nosotros, y a nuestro alrededor, una nueva humanidad.

Chiara Lubich
 

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