Algunos muchachos y muchachas polacos vinieron a vivir a poca distancia de mi casa.
Todos viven en una única habitación, dedicados a la bebida, a la espera de tener algo que hacer. Entre ellos se encuentra una muchacha más bien tímida. Se dirige a las religiosas del barrio y con su pobre italiano les confía que no quiere estar más con sus amigos: teme un triste futuro para todos.
Las hermanas la acogen con ellas, dándole comida, alojamiento y trabajo, pero el problema más grave por superar es el contrato. De hecho, la joven no tiene visa para estar en Italia. El gestor a quien le han encargado su trámite, después de algunos meses, todavía no logra regularizar su situación. Las hermanas me preguntan si puedo hacer algo para resolver el caso.
Si bien no se nada de las leyes vigentes, pienso que es la ocasión apropiada para dar una mano a una persona de otro país.
Voy a la oficina de empleos para informarme sobre los trámites. La solicitud debe ser expuesta allí durante quince días, después otros quince en una oficina de Roma. Por la coincidencia de varias festividades, a menudo la oficina está cerrada o no está la persona interesada.
En fin, muchas vueltas: dos medios días de permiso para ir a la embajada, después a la comisaría, al correo para enviar a Polonia los documentos para la visa y todavía a la oficina de tributación para el código fiscal… Realmente mucho qué hacer.
Un día la joven me pregunta “Pero �por qué me ayudas?”. Le respondo que siendo cristiana, lo hago por amor y que no me debe nada a cambio. En efecto sentía que era mi ladrillo para construir la fraternidad entre todos, haciendo míos los problemas de quien está a mi lado, aunque fuese un desconocido.
Después de un mes la muchacha es contratada y el trámite se concluye de manera perfecta.
Precisamente en este período, en el que se habla tanto de la inmigración, pienso en las infinitas dificultades que los extranjeros encuentran por la lentitud de la burocracia y a los que, aun queriendo ponerse en regla, corren el riesgo de desanimarse.
El amor sin embargo es la llave que abre todas las puestas.

L. – Italia

Soy R. y provengo de Albania.
Mi País vivió durante 50 años bajo un régimen que ha marcado fuertemente la vida de todos los albaneses, llevando a una destrucción, no sólo económica, sino sobre todo espiritual.
A pesar de esta situación los valores de mi pueblo, tan probado, han permanecido vivos y mi familia ha logrado transmitírmelos, junto con la fe en Dios.
La caída del muro en 1989 provocó también en Albania un vuelco socio-político. Nosotros los jóvenes quedamos confundidos y desorientados. No sabíamos en quién creer, a cuál verdad aferrarnos, quedamos marcados por la pasividad, por la falta de optimismo, de esperanza.
Dentro de mi sentía que el pasado no podía ser el patrón de nuestros sueños. Todo lo contrario, la esperanza en una vida nueva era la exigencia más fuerte de mi alma.
Precisamente en este período conocí a algunos jóvenes. A través de ellos descubrí una nueva dimensión del cristianismo: creer en el amor de Dios por cada uno de nosotros y actuar de consecuencia. En Él encontré la respuesta a todas mis exigencias y empecé a vivir el arte de amar que el Evangelio nos enseña.

A pesar de mi anhelo de paz y de unidad, existía sin embargo dentro de mí un nudo por resolver: se trataba de las personas que han llevado a mi País a la destrucción de casi todo. Sólo con pensarlo, me invadía un sentido de rebelión sin límites. �Cómo podía perdonar?
Sin embargo, el amor de Dios, entrando hasta el fondo de mi alma, me permitió aprender a respetarlas y quizás a entenderlas un poco. Poco a poco empecé a superar la categoría del enemigo, hasta llegar a elegir amar a los demás gratuitamente y sin preferencias.
Creo que fue el primer paso para construirme una “conciencia” de paz con la cual contagiar a cuantos encuentro.
R. – Albania

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