Desde hace meses, quizás años, no logro tomarme una hora de distracción. Una tarde me dejo convencer por mi hermana de ir al cine. Entrando en la sala mi mirada se cruza con dos ojos que me fijan con insistencia. Un muchacho de poco más de 18 años se me acerca, diciendo que quiere hablarme en el intervalo de la película. En ese momento no lo reconozco, pero después me empiezan a darme vuelta en la cabeza recuerdos e imágenes. �Cómo hice para no darme cuenta enseguida? Es Román, mi hijo, a quien no veo desde hace ocho años, cuando se fue a vivir con su padre, después de nuestra separación. Tenía apenas 10 años entonces, y ahora lo encuentro hecho un hombre. Nos abrazamos en silencio. Después me dice: “�Mamá puedo venir a vivir contigo?”. Después de las lágrimas de ambos, volvemos juntos a casa. Esa noche, por primera vez, mis 4 hijos duermen bajo el mismo techo: él y su hermano, nacidos de mi primer matrimonio, y los otros dos más pequeños, nacidos del segundo matrimonio.

Una vida en mil pedazos
A menudo he tenido la impresión de que mi vida fuese como un vaso roto en mil pedazos, y que más yo trataba de ponerlos juntos, más el vaso se rompía. Después de una infancia difícil y de relaciones tensas en mi familia, el día que cumplía diecisiete años me casé. Era un paso algo precipitado, pero estaba convencida de que el matrimonio me habría dado esa felicidad que esperaba. En cambio no tuve un sólo momento de tranquilidad. A pesar de que habían nacido dos hijos la situación había llegado, en poco tiempo, al punto de la ruptura, y después de 10 años de matrimonio nos separamos. Con 27 años, un niños pequeño (Román se había quedado con el padre), y un matrimonio fracasado a las espaldas, no era fácil volver a empezar.

No tenía a nadie a mi lado, e incluso aquél Dios que había encontrado de niña parecía haber desaparecido. En aquella soledad, cuando otro hombre me demostró un poco de afecto, en el deseo de ofrecerle al niño el calor de una familia, acepté casarme con él. Nacieron otros dos hijos y viví un período feliz. Después se presenta otra durísima prueba: mi compañero se ve afectado por un tumor. Se alternan momentos de esperanza y de desilusión, hasta cuando, por los dolores agudísimos, en un momento de crisis no logra más y se quita la vida.

�Es posible volver a empezar!
Quedo sola nuevamente, con tres hijos por mantener. Esa muerte trágica me zumba en la desesperación, también yo quisiera terminar con todo. Un día, no sé por qué, entro en una iglesia, donde no ponía un pie desde que era un jovencita. No logro decir nada, solamente lloro. Saliendo siento dentro una gran paz: era Él, Dios… me daba la posibilidad de volver a empezar. Vuelvo a frecuentar la iglesia, superando la vergüenza inicial. Allí encuentro una comunidad parroquial viva, encuentro calor, acogida. Poco a poco descubro que detrás de esta vida hay una elección radical del Evangelio. Su estilo de vida es el amor recíproco, que está en el mandamiento nuevo de Jesús. Descubro un cristianismo vivo. Empieza en mi una verdadera y profunda conversión. En las palabras de Jesús encuentro la luz y la fuerza para superar los momentos difíciles. Entiendo que el pasado ya no existe, y el encuentro con Dios hace todo nuevo y luminoso. Pero ahora con cuatro hijos por mantener los problemas económicos no faltan; sin embargo, en el momento oportuno, siempre llega lo que necesitamos: un vestido, una reparación gratuita, una suma para los gastos imprevistos.

Un amor más fuerte que la muerte
Una noche, hacia medianoche, tocan a la puerta. Román estaba fuera por trabajo y tenía que regresar a esa hora. En cambio son dos policías: Román fue atropellado por un carro mientras atravesaba la calle y murió instantáneamente. “Dios mío, esto es demasiado”, grito. Enseguida llegan mis nuevos amigos. Están a mi lado toda la noche, comparten en silencio ese abismo de dolor, me ayudan a no desesperar, transmitiéndome una fuerza no sólo humana. Finalmente he encontrado la familia que siempre busqué, la de los hijos de Dios. Afrontamos juntos los momentos más difíciles: en la funeraria, el sepelio. Poco a poco se abre camino una certeza: también esto es amor de Dios. Le repito mi sí. La vida recomienza. Me encuentro nueva. Ese abismo de dolor ha excavado en mí una nueva capacidad de amar. Ahora es más claro que nunca: sólo el amor permanece.
(L. M.)

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