Durante la última cena, antes de dejar a sus amigos y volver al Padre, Jesús quiere establecer un lazo con él y entre ellos, un lazo que los una estrechamente, con el vínculo más consistente y duradero: el amor. Jesús ama “hasta el fin”, con el amor “más grande”, que llega hasta a “dar la vida”, y, como contrapartida, pide ser amado con el mismo amor.
El amor que él pide no es simple sentimiento, es hacer su voluntad, descripta en sus mandamientos: sobre todo el amor al hermano y a la hermana, y el amor recíproco. Es tan importante esta verdad para Jesús que, en este último discurso dirigido a los discípulos, lo repite con fuerza otras tres veces: “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama”; “El que me ama, será fiel a mi palabra”; “El que no me ama, no es fiel a mis palabras”.

«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos»

¿Por qué tenemos que cumplir sus mandamientos?
Creados a su “imagen y semejanza”, nosotros somos un “tú” que está frente a Dios, con la capacidad de una relación personal directa con él: una relación de conocimiento, de amor, de amistad, de comunión.
Yo “soy” en la medida en que digo sí al proyecto de amor que él tiene sobre mí.
En cuanto la relación con él, esencial a la naturaleza, se vive, se ahonda y se enriquece, tanto más el hombre y la mujer se realizan en su personalidad más verdadera.
Observemos a Abraham. Cada vez que Dios le pide algo, aún cuando parezca lo más absurdo, como el dejar la propia tierra para encaminarse hacia un destino que le es desconocido y sacrificar a su único hijo, Abraham adhiere enseguida confiando en Dios, y se le abre por delante un futuro impensado.
También a Moisés: en el monte Sinaí el Señor le revela la propia voluntad en el decálogo, y de la adhesión a éste nace el pueblo de Dios.
Lo mismo se verifica con Jesús. En él, el sí al Padre alcanza toda su plenitud: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Seguir a Jesús quiere decir cumplir la voluntad del Padre de la mejor manera posible, como él nos la ha revelado y como él, en primer lugar, la ha cumplido.
Los mandamientos que Jesús nos ha dejado son, de este modo, una ayuda para vivir de acuerdo a nuestra naturaleza de hijos e hijas de un Dios que es Amor. No son, por lo tanto, imposiciones arbitrarias, una superestructura artificial, y menos que menos, una alineación. No son tampoco órdenes, como las que da un patrón a sus servidores. Son más bien la expresión de su amor y de su premura por la vida de cada uno de nosotros.

«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos»

¿Cómo vivir, entonces, esta Palabra de vida?
Tratemos de escuchar con atención lo que Jesús nos dice en el Evangelio –sus mandamientos– y dejemos que el Espíritu Santo nos recuerde sus palabras a lo largo del día. El nos enseña, por ejemplo, que no basta con no matar, sino que se debe evitar la ira contra los hermanos; que no se puede cometer adulterio, pero tampoco desear la mujer de otros; “si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra”; “Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores”.
Pero sobre todo vivamos lo que Jesús ha llamado “su” mandamiento, el que sintetiza todos los demás: el amor recíproco. En la caridad, en efecto, la ley se cumple en toda su plenitud, es el “camino mejor” que estamos llamados a recorrer.
Lo había comprendido muy bien el P. Darío Porta, un sacerdote de Parma (Italia), muerto el jueves santo de 1996. Si en los primeros años de sacerdocio había vivido de manera excelente su relación con Dios, más tarde comprendió mejor que a Jesús había que reconocerlo en cada prójimo y entonces el amar evangélico se convirtió en su pasión. Para permanecer fiel a ese compromiso se volvió cada vez más atento a los demás, posponiendo programas personales, hasta escribir un día, en su diario: “He comprendido que lo único que al final uno querría haber hecho es haber amado al hermano”1.
Todas las noches también nosotros, como él, podemos preguntarnos: “¿He amado a los hermanos?”.

 

Chiara Lubich

 

1. Dario Porta, Testimone dell’Amore gratuito, Piero Viola, Parma 1996, p. 33.

 

 

 

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