Un día fui a Roma para una cita médica con un especialista. Bajando en la Estación Termini un joven emigrante me roba, tres hombres empiezan a perseguirlo: “Es un ladrón, deténganlo!”. La muchedumbre lo detiene, haciéndolo caer al suelo. Los perseguidores empiezan a insultarlo, golpearlo y patearle el estómago.

Viendo ese brutal espectáculo, pienso por un momento en mi situación de hipertensa grave, pero enseguida entiendo que en ese momento la vida de ese muchacho era más importante que la mía. No puedo dejar espacio a la mentalidad común y hacer como si nada. La coherencia con el Evangelio exige algo más.

Me precipito de carrera, dispersando a todos y dando golpes a la derecha y a la izquierda con mi cartera; me lanzo sobre él haciendole de escudo. El joven grita fuerte que lo salven de sus agresores, los cuales, viendo mi actitud, deciden detenerse. “¿No les da vergüenza tratarlo de ese modo? ¿Qué hizo tan grave para ser tratado así?”, “!Me robó mi cartera!”, responde uno de ellos.

El muchacho –tenía 16 años- me dice que robó para comprar un poco de pan para sobrevivir, dado que desde hace dos días no prueba bocado y duerme debajo de los puentes. Mientras tanto llega la policía, y el muchacho empieza a explicar: había escapado de su País hacía dos años. Su familia había sido destruida y sólo él había logrado salvarse escondiéndose en una paca de paja. Después había llegado a Italia, donde unos amigos le habían dicho que había mucho bienestar.

Con los policías lo llevamos al hospital. Durante el translado me apreta fuerte la mano y me dice: “Mamá. tú me has salvado la vida. Tú eres mi mamá italiana”. Llega el diagnóstico a la sala de Emergencias: trauma craneal y lesiones en tres costillas. Después de un tiempo una religiosa nos dice que tiene que ser internado, pero que está desprovisto del vestuario necesario para el internamiento. Voy a comprar lo necesario, para que el muchacho pueda ser ingresado.

Mientras lo atienden, los policías y las religiosas extienden el reporte médico, me preguntan si yo soy su pariente. Respondo que no. Veo en los ojos de los presentes la perplejidad y la emoción. “¿Por qué hace todo esto?”, me preguntan. Respondo que todos los días trato de amar al hemano, de ver en él el rostro de Jesús, y de no echarme para atrás en las situaciones incómodas. La hermana, con los ojos rojos, me dice que le he dado una buena lección de amor, porque sólo quien vive el Evangelio puede hacer esto, y me anima a proseguir por este camino.

Antes de irme intento dejar una cierta cantidad de dinero, de la que disponía, para la cita con el especialista, para las necesidades del muchacho. Pero la hermana me dice que no me preocupe por él: “Usted ya le salvó la vida, ahora yo me encargo de él”. También los policías me agradecen por el gesto, diciendome que había arriesgado mucho. La justicia hace su camino; pero sé que hoy día este muchacho vive en una comunidad católica como vigilante, recomendado por la hermana del hospital.

(M.T. – Italia, extraído de Cuando Dios interviene, Experiencias de todo el mundo, Città Nuova, Roma 2004)

Comments are disabled.