Hasta hace algunos años nuestro seminario estaba situado en una estructura de tipo tradicional, con muros escuálidos y largos pasillos.  Quizás también por ello cada uno corría el riesgo de permanecer encerrado en su mundo.

Algunos de nosotros seminaristas entramos en contacto con el Espiritualidad de la Unidad.  Ha sido un gran descubrimiento darnos cuenta de que el Evangelio se podía vivir tan concretamente y sobre todo según una clave tan fuertemente comunitaria.  Por lo que nos pusimos enseguida a vivir con ardor y entusiasmo la «Palabra de Vida» -una frase con sentido completo de la Escritura que todos, en el Movimiento de los Focolares, se comprometen a traducir en práctica durante un mes entero- y no se necesitó mucho tiempo para hacer también nosotros nuestras primeras «experiencias».  Seguidamente otros seminaristas, atraídos por la novedad de vida, se unieron a nosotros.

El número de los estudiantes, en tanto, había crecido bastante y en el edificio del seminario no había suficiente espacio para todos.  Entonces los formadores decidieron transformar un gran salón en una habitación para doce seminaristas.

Pero ninguno quería ir, porque todos preferían tener una habitación individual.  Entendimos que era una oportunidad para amar concretamente y para lanzarnos en una vida de comunión más fuerte.  Nos ofrecimos nosotros a transferirnos.

Al año siguiente se volvió a presentar el problema de la falta de habitaciones y los formadores nos propusieron continuar nuestra experiencia en una casa cerca del seminario.

Empezamos esta aventura con la fe de que era algo que Dios nos proponía.  Poníamos todo en común: la ropa, los libros, el dinero y también nuestras necesidades, que eran tantas.  Para poder subsanar nuestras necesidades emprendimos varias actividades, entre las cuales la cría de pollos.  Muchas personas curiosas por esta iniciativa, nos ofrecían su ayuda y nos traían alimento.  Todo era una ocasión para dar testimonio de nuestro ideal de unidad y así nuestra casa se convirtió en un lugar de encuentro y a nuestro alrededor se creó una gran familia.

Mientras tanto la diócesis decidió construir un nuevo seminario.  La experiencia de nuestra «casita» hizo surgir la idea de hacer el proyecto no de una gran edificación, sino de un conjunto de varios alojamientos con la capilla en el centro.  A partir de entonces han sucedido muchas cosas y también las dificultades y las pruebas no han faltado.  Pero delante de cualquier cosa siempre nos hemos dicho que lo que importaba era vivir y dar testimonio del amor recíproco.

Un día uno de nosotros tenía necesidad de unas pantuflas y yo de un par de zapatos para una celebración.  Convencidos de que era necesario buscar primero que todo el Reino de los cielos y que todo lo demás se nos habría dado por añadidura, renovamos entre nosotros el pacto de amarnos recíprocamente con un amor que está dispuesto a dar incluso la vida y nos lanzamos nuevamente a amar a todos -superiores y compañeros- en las pequeñas cosas, tratando de ver en cada uno a Jesús.  Llegada la noche, una señora nos ofreció una suma de dinero, justo lo necesario para comprar las pantuflas.  Constatamos el amor concreto de Dios.

Uno de los puntos más bien débiles de la vida de nuestro seminario era el deporte.  Inevitablemente cada partido de fútbol comportaba contrastes y discusiones.  Entonces organizamos un torneo que tenía como norma que cada uno gozara por las victorias de los demás como por las propias.  ¡Y fue muy bien!  El más contento era nuestro padre espiritual.  Y también tantos seminaristas nos agradecieron por haberles dado la oportunidad de descubrir que también en el deporte se puede vivir el Evangelio.

Hemos tratado de transmitir esta vida también fuera del seminario, en especial en las actividades pastorales.  Un día, junto con un compañero, fuimos a la cárcel femenina.  Antes de entrar allí nos propusimos mantenernos firmes en el amor recíproco y ver a Jesús en cada una de las prisioneras.  Al inicio las encontramos muy indiferentes, cada una concentrada en su propio trabajo.  Entonces intentamos cantar algo para ellas y poco a poco se acercaron todas.  Establecida una relación, les hemos podido contar algunas experiencias que habíamos hecho con la «Palabra de vida».

Estaban muy felices y se reconciliaron la una con la otra.  Nosotros no lográbamos explicarnos cómo Jesús podía actuar tan deprisa.  Una de ellas nos dijo que había entendido que tenía que vivir amando, también en la cárcel, y que sólo así podía ser libre, quizás incluso más que tantos que viven en «libertad».  Otra nos llevó hasta la puerta de su celda para decirnos cómo esa misma noche había pensado suicidarse, pero que el amor que habíamos llevado le había devuelto la alegría de vivir.  Era evidente que no habíamos sido nosotros quienes habíamos hecho estas cosas, sino Jesús presente entre nosotros por el amor recíproco.

(N. U. A. Q. – Colombia)

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